lunes, 13 de enero de 2014

Ser alumno en Buenos Aires por RODOLFO KUSCH

Como todos los textos de esta gran pensador nacional, compartimos esta vez uno dedicado especialmente a aquellos docentes atentos y comprometidos con sus prácticas. Un texto lleno de preguntas que nos llevan al fondo de nosotros mismos, allí donde somos mero estar, donde somos barrio y pura América Profunda.

Rodolfo Kusch en una de sus clases

Fuimos alumnos en Buenos Aires por muchas razones. Una de ellas porque la mamá nos llevó a empellones al colegio, otra porque fuimos siempre muchachos muy aplicados, otra porque ya éramos grandes y queríamos mejorar el empleo, o tomar contacto con otro orden de cosas, como la cultura o la técnica. Es probable también que teníamos en la familia algún tío, que ocupa ahora una alta posición en una empresa por haber estudiado. Nuestros padres habrán tomado en cuenta este ejemplo y nos dijeron "Mirá, tenés que estudiar porque hay que ser alguien en la vida". Entonces, lógicamente, ingresábamos a alguna institución.
Los primeros meses suelen ser entretenidos. Asistimos a una clima nuevo, casi como si hubiéramos pasado a otro orden de cosas. Pero llega el momento amargo en que hay que estudiar. Un día de esos, suena la campana y uno entra como siempre en el aula. Todavía algún alumno tira su papelito o su tiza, hasta que entra solemnemente el profesor.
Se produce el silencio. El profesor comienza a blandir la libreta. Todos estudiamos la lección del día, pero ya no entendemos nada. Y justo nos llama a nosotros. Ahí estamos balanceándonos de un lado a otro, mientras balbuceamos una que otra cosa. Los primeros segundos parecen horas. Se produce el primer tropiezo. El profesor dice terminante: "No es así, señor". Intentamos una vez más. El profesor no transige. Debe estar de mal humor. Al fin, viene lo peor, la condena. "Siéntense. Usted no sabe nada. Tiene un uno".
De ahora en adelante somos simplemente un alumno como "para un uno". Y eso nos molesta. Pensamos que está mal que se nos califique, porque somos mucho más que un número. O, al menos, no se toma en cuenta el verdadero sentido de los números. Porque ¿cuándo se inventaron las matemáticas? Mejor dicho ¿ya existieron cuando el mundo fue creado, o recién cuando el mundo se echó a perder? En otras palabras, ¿antes de Adán o después? Todos dirán que después de Adán, porque antes no había colegios nacionales. Sin embargo, no es así. Las matemáticas se inventaron cuando el mundo fue creado, así lo dijo Pitágoras. Por ejemplo, el cero era el huevo original del mundo, de ahí salió la divinidad o sea el uno. Luego, la pareja original, o sea Adán y Eva. Y posteriormente la trinidad, para darse recién el cuatro como símbolo del mundo, y luego todas las cosas. Los autos, las casas, los trenes, las calles, Buenos Aires e incluso los profesores.
Lo mismo pensaron los indios americanos. Primero el caos, luego Viracocha, luego los héroes gemelos, y así, hasta los profesores. Indudablemente ese profesor no creía en Pitágoras ni en América. Nos quiso calificar mal y nos puso nada menos que el número de la divinidad, el uno. Se ve que era un ateo.
Claro que hoy no nos interesa estar cerca de la divinidad ni de América, sino en la otra punta. El profesor usaba el otro sentido de la numeración, el que se descubre cuando el mundo se echó a perder, después de Adán, cuando ya no bastaba con sólo la visión del uno, sino al revés, la otra punta de la numeración, el infinito, el millón o el billón, y más allá. Hoy con un peso no hacemos nada, con un millón de pesos, sí. Hoy es necesario una enorme cantidad de números, cuanto más, mejor. Porque estamos al revés de la creación. Por eso el profesor aquel nos puso el uno como un castigo.
Además, cuando el profesor nos hizo sentar, dijo: "usted no sabe nada". ¿Y eso era cierto? Porque, cuando se es chico se saben algunas cosas. Se sabe jugar bien a la pelota. Se sabe todo lo referente a la madre de uno, a su cariño, a sus rezongos mientras ella hace la comida y cómo lo hace, o lo que nos dice cuando volvemos tarde. Si se es grande, se sabe hacer un expediente, o se sabe seguir una mujer por la calle. Y si ya se es casado, se sabe decir a la esposa todo lo que corresponde cuando ella está nerviosa y amargada por lavar los platos todos los días y uno no se recibe nunca. Se sabe cómo hay que conseguir unos pesos. Y ante todo, grandes y chicos, saben de la pieza en que viven, si es pequeña o destartalada, de la calle del barrio, del almacén de la cuadra, de las casas chatas, de la chica de enfrente, del borracho de al lado, el loco de la esquina, y se sabe del suelo que se pisa, de los yuyos, de los árboles, de la tierra, de la gente y de su vida y su muerte, en suma, se sabe algo de América. De todo esto se sabe. Y todo esto ¿realmente no vale nada?


¿Pero para qué discutir? La verdad es que hay que ser alguien, como nos dijeron, y es preciso pasar del uno al diez. Entonces, el sábado siguiente nos encerramos y estudiamos. Están transmitiendo el partido y apagamos la radio. Pasa la chica de enfrente y cerramos la ventana. A la noche querríamos ir al baile. Pensamos estudiar una hora más y luego salir. Pero estudiando se hacen dos horas, y al fin, sentimos con asombro que se han pasado las ganas incluso de salir.
Así llega el lunes, nos vuelven a llamar y esa vez todo sale bien. Respiramos hondo. Nos sentimos como beatificados. Súbitamente nos hemos convertido de un alumnos "como para un uno", en un alumno que merece un diez. Hemos ganado la santidad. Y es curioso, en ese momento una rara seducción comienza a ejercer sobre nosotros las reglas gramaticales, los teormemas o las clasificaciones de la botánica. Todo eso que era odioso antes, ahora nos parece luminoso, brillante y hasta hermoso. Ahora uno se codea con cualquier fórmula y no tene ningún miedo de fracasar. Ahora pertenecemos a los hombres que tienen diez.
Descubrimos incluso en la última bolilla del programa de lógica de quinto año, a propósito de la metafísica, la palabra "ser". Cuando el profesor hablaba de esto decía precisamente que el ser era considerado por Parménides como una esfera perfecta y agregaba que, en la Edad Media se la asociaba con la divinidad. Seguramente el ser debía representar lo mejor en materia de aspiraciones. No es extraño que figure en la última bolilla de la última materia del colegio nacional. Y es natural, ya que en ese punto se es alguien, como nos habían dicho.
En suma, ya hemos llegado. El resto de la vida consiste en mantener ese diez. Nuestro ideal de vida en Buenos Aires está concebido como una pirámide, en la cual arriba está el ser y abajo América. Muy simple. Pero, ¿cómo se es alguien? Y, habrá que ser como esa esfera que mencionaba Parménides se parecía a la divinidad.
Pero nunca vimos pasar a la divinidad por las calles de Buenos Aires. Vemos en todo caso muchas clases de esferas, por ejemplo, el globo terráqueo que usábamos en la escuela, una pelota de fútbol. Seguramente no es eso, aunque se parezcan al ser de Parménides. ¿O habrá que convertirse en un hombre esférico, grueso, con su cadena colgando del vientre y la vida realizada con su chequera, su familia y sus propiedades? ¿Pero si no se sabe ser alguien habrá que dejarse estar? Y caer en todo eso que uno era antes de  estudiar aquel sábado que no fue al baile, nuevamente en el barrio, junto al jefe, a la familia, a América. Pero veamos ¿a qué orden pertenece esto? Pues a lo opuesto, al ámbito de los haraganes, de los que se dejan estar. ¿Y cómo será el estar? Si el ser fuera gordo, el estar sería flaco. ¿Entonces cuando se estudia se pasaría del flaco estar al gordo ser?
Pero uno suele perder el peso cuando estudia mucho, de gordo se vuelve flaco, y además toda esa vida anterior, la del barrio, la que uno arrastra consigo pesa tanto, que resulta difícil calificarla como del flaco estar. Eso no puede ser sin más algo flaco, eso es denso y grueso, quizá mucho mucho más que el ser alguien. Seguramente Parménides no sabía lo que decía. El ser no es esférico, sino escuálido y magro, y el único grueso y redondo es el estar, porque sólo él lleva consigo una apelmazada vida, arrastrada diariamente desde la niñez hasta la muerte, en el barrio, pisando el suelo, aquí, encerrados en América.
Realmente parece como si el profesor, desde el punto de vista del siglo XX, puede poner el cero al alumno y echarlo de la clase por inútil. ¿Y el alumno? Puede hacer lo mismo con sólo poner un diez al profesor. Aquél podrá hacerlo en nombre de Parménides, porque el alumno trae consigo un apelmazada vida de su barrio, y eso no conviene. Y el alumno podrá hacerlo en nombre de Pitágoras, porque no puede sacarse la vida de encima, ni tampoco el profesor. Pero evidentemente aquí rige la ley del más fuerte.
Y he aquí la contradicción de Buenos Aires, que se reparte entre un grueso estar que vive, y un magro ser que no se ve. Es un problema del siglo. Nos arranca del cero de la creación y nos lleva a un infinito que puede ser caótico. ¿Por qué? Porque los dioses se acabaron, y no queda más que el número. ¿Pero qué ventaja tienen los dioses en esto? Pues si ellos nos tomaran un examen y nos pusieran un diez de nada valdría. A los dioses no les interesa el número, si no la densa unidad donde todavía se da la vida. Para ellos sacar un diez, es como sacar cero, igual hay que empezar todo de nuevo. El verdadero sentido de la vida no es solo cumplir con el pequeño deber, sino en asumir siempre un poco la creación del mundo.
No podemos decir sin más que el mundo está creado, sino que cada uno tiene que asumir siempre, con toda su vida su creación, la propia, igual que el fondo del barrio y el fondo de América. Y es tan difícil eso. Pero así es la ley de los dioses. Primero el cero con el caos, luego la divinidad con el uno y así hasta el infinito. Pero sólo así, con los dioses. Porque si no, seríamos una esfera apenas, pero sin vida.

Del libro "Charlas para vivir en América"
Texto digitalizado por didacticadeestapatria.blogspot.com.ar

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