viernes, 26 de julio de 2013

La Isla de Fidel por Leopoldo Marechal (Parte 2)

Segunda parte del texto "La Isla de Fidel de Leopoldo Marechal" (1968) ilustrado con pinturas inspiradas en José Martí por diferentes autores cubanos.

"El arroyo de la sierra" (1998) Alicia Leal, serigrafía sobre cartulina, 70 x 50 cm

De pronto nos anuncian que Fidel Castro ha de asistir, en San Andrés, provincia de Pinar del Río, a la inauguración de una comunidad erigida en plena montaña.
Llegamos al atardecer en un ómnibus (allá le dicen guagua) de construcción checa, atravesando villas coloreadas y paisajes de sueño. Una concentración multitudinaria se ha instalado allá: son hombres y mujeres de toda la isla, que quieren oír a Fidel. Además, está jugándose allí mismo un trascendente partido de baseball, el de los "industriales" contra los "granjeros": el baseball es el deporte nacional, como el fútbol entre nosotros, y suscita en las tribunas populares las mismas discusiones y trompadas que se dan en la "bombonera", por ejemplo; el mismo Fidel Castro es un "bateador" satisfactorio. El partido concluye: ganaron los "industriales". Risas y broncas. Pero la noche ha caído; se oye un helicóptero; y poco después una gran figura barbada sube a la plataforma.
Déjenme ahora esbozar un retrato del líder.
Fidel Castro es un hombre joven, apenas cuarentón, fuerte y sólido en su uniforme verdeoliva; cariñosamente lo llaman El Caballo, en razón de su fortaleza militante. Bien plantado en la tribuna, deja oír su alocución directa, con una voz resonante y a la vez culta, que traiciona en él al universitario metido por las circunstancias en un uniforme castrense. Al hablar acaricia los micrófonos; y en algún instante de pausa dubitativa se rasca la cabeza con un índice crítico, lo cual hace sonreír a sus oyentes.
Reúne a los "compañeros", les habla de asuntos concretos: planes de trabajo análisis y crítica de lo ya realizado, exhortaciones de conducta civil, palabras de aliento y de censura según el caso. Nunca se dirige a ellos en primera persona del singular —"yo"—, sino en la primera y segunda del plural —"nosotros" y "ustedes"—, lo cual le confiere un tono de entrecasa, humano y familiar, que borra en él cualquier arista de demagogia o se resuelve en una demagogia tan sutil que nadie la advierte. Dialoga con el pueblo que lo interroga y le sirve de coro, lo cual me trae algunas reminiscencias argentinas: "Oye, Fidel, ¿y esto? Oye, Fidel, ¿y aquello?" Y Fidel Castro recoge las preguntas en el aire y las contesta, rápido, certero y a menudo incisivo.



"Mi ángel" (1995) Sandra Ramos

Una de sus preocupaciones actuales es el "burocratismo" en que suelen aletargarse y morir las revoluciones. Informa en un discurso que se ha creado la Comisión Nacional contra el Burocratismo; y una quincena más tarde anunciará en otro:
—Compañeros, la Comisión Nacional contra el Burocratismo se ha burocratizado.
Conoce a fondo los problemas generales de su pueblo, y hasta los particulares de sus individuos, tanto en el bien como en el mal. Durante el huracán "Flora", que asoló a la isla, condujo un tanque anfibio de salvataje y estuvo a punto de morir ahogado. En el corte de caña de azúcar, empresa nacional que moviliza hoy a todos los habitantes, Fidel Castro interviene, como todos, y no cortando algunas cañas simbólicas, sino trabajando jornadas enteras a razón de ocho horas cada una.
Esta noche lo escucho en San Andrés: hace frío en la montaña, vinimos desprevenidos y nos abrigamos con mantas del ejército. Fidel no es ya el orador "larguero" y teatral, imagen con la que aún se lo ridiculiza fuera: sus apariciones en público son cada vez más escasas y sus discursos cada vez más cortos. En esta oportunidad, además de referirse al asunto concreto de la reunión, toca dos puntos que me interesan como escucha foráneo: define a la suya como a la "primera revolución socialista de América", y es verdad que lo ha dicho muchas veces. Pero, a continuación, la identifica con una "segunda independencia de Cuba", y me acuerdo entonces de lo que dijo el arqueólogo en el Castillo de la Fuerza: "La revolución cubana sólo tiene su explicación entera en la Historia Nacional de Cuba".
Ya en el ómnibus o guagua, que a través de la noche nos devuelve a la capital, y mientras Ricardo y Ernesto cantan aquello de "¿Cuándo volveré al bohío?", sin duda para que no se duerma el compañero chofer en el volante, doy cuenta de mis observaciones al sociólogo en guayabera gris que compartió con nosotros la bodega ilustre de mister Dupont.



"José Martí" Eladio Rivadulla Martínez, serigrafía, década del 60.

—Evidentemente —me dice—, el movimiento revolucionario de Fidel en pro de la "segunda independencia" no es más ni menos que una continuación inevitable del movimiento de José Martí en favor de la "primera".
—Es tan verdad —asiento yo—, que la figura de Martí está hoy en Cuba tan presente y es tan actual como la del mismo Fidel, y los escritos de Martí abundan en la formulación teórica del movimiento castrista.
Los cantantes del ómnibus han pasado en este momento a la canción "No la llores", y el de la guayabera gris insiste:
—Esa continuidad revolucionaria está favorecida por el hecho de que la pasada historia de Cuba y la presente casi se tocan. Y si no, recapitulemos: la gesta de Martí comienza en 1895; el primer Presidente de Cuba, Tomás Estrada Cabrera, es reconocido por "ellos" en 1902; luego, dos Gobernadores norteamericanos, con el pretexto de pacificar la isla, se mantienen en el poder hasta 1909; después, una serie de gobiernos, electos o dictatoriales, que duran o no según el apoyo de los Estados Unidos, cuyos intereses económicos en la isla son cada vez más fuertes. La primera independencia (José Martí) y la segunda (Fidel Castro) se parecen como dos gotas de agua. Tienen los mismos opositores: un imperialismo exterior, ávido y prepotente, y una oligarquía local en colaboración con el primero. Uno y otro líder se parecen hasta en el modus operandi que utilizan: desembarcos furtivos en la costa cubana, internación en los montes, actividad de guerrillas. Lo único que añade Fidel a esa empresa insistente de Cuba es el acento de lo social económico, que, por otra parte, resuena hoy universalmente.



"Martí enamorado" Carlos Guzmán, óleo sobre tela 50 x 70 cm
Las luces de La Habana se nos vienen encima. En el recibimiento del hotel (que allá se llama "carpeta") encuentro una nota de Granma, órgano del Partido, en la cual se me solicita un reportaje. Granma es el nombre del yate que, en 1956, trajo a Fidel Castro y a sus 82 compañeros desde México a la provincia de Oriente, donde la Sierra Maestra ofrecía un camino ya histórico de operaciones.
Al día siguiente respondo a las dos preguntas del reportaje:
—Usted —inquiere mi reporter—, que ha sido testigo y partícipe de la historia de nuestro continente a lo largo de este siglo, ¿cómo definiría este momento de América latina?
—Desde hace tiempo —respondo—, América latina vive en estado "agónico", vale decir de lucha, según el significado etimológico de la palabra. Y esa lucha tiende, o debe tender, a lo que Fidel Castro llamó anoche "segunda independencia". Yo diría que nuestro continente pugna por entrar en su verdadero "tiempo histórico": lo que vivió hasta hoy es una suerte de prehistoria.
—¿Qué impresiones tiene usted de su primer viaje a Cuba?

—A primera vista, y mirada con ojos imparciales, Cuba me parece un laboratorio donde se plasma la primera experiencia socialista de Iberoamérica. Por encima de cualquier "parnaso teórico" de ideas, entiendo que Cuba está realizando una revolución nacional y popular, típicamente cubana e iberoamericana, que puede servir no de patrón, sino de ejemplo a otras que, sin duda, se darán en nuestro continente, cada una con su estilo propio y su propia originalidad.
Resuelto ya el certamen literario de La Casa de las Américas, hemos de viajar al interior de la isla con el propósito de visitar la base militar de Guantánamo y después Minas de Frío.
Desde la ventana de mi cuarto estudio las dos pequeñas baterías antiaéreas que, según dije, apuntan al norte marinero. Porque a 90 millas de aquí está un enemigo al que no se odia ni se teme pero se lo vigila en un tranquilo alerta. Esas dos baterías tienen, ante mis ojos, la puerilidad de la honda de David ante la cara inmensa de un Goliath en acecho. Regularmente, el crucero "Oxford" entra en las aguas territoriales de Cuba, y su blanca silueta se recorta en el horizonte marítimo.
Desde Miami, las emisoras difunden noticias truculentas: el malecón de La Habana está lleno de fusilados que hieden al sol; faltan alimentos en la isla; Fidel Castro ha desaparecido misteriosamente. Yo estoy ahora observando el malecón lleno de paseantes alegres y de tranquilos pescadores; todos comen bien en la isla y hace unas horas vi a Fidel Castro en una reunión de metalúrgicos.
Pero en otro lugar del territorio, el enemigo está más cerca y se hace visible. ¿Dónde? En Guantánamo. Yo estoy en Guantánamo, junto al mar del Caribe, donde los norteamericanos tienen la base conocida, separados de los cubanos por una cortina de alambre tejido. Ese límite somero es el lugar de las "provocaciones". Converso con la tropa del destacamento cubano, miro fotografías y documentales cinematográficos.

—A veces —me dice un oficial—, los marines yanquis arrojan piedras al destacamento, con las mismas actitudes y el furor de un peacher de baseball; otras, en son de burla, parodian ante los centinelas de Cuba los movimientos de los bailes afrocubanos, u orinan ostensiblemente cuando izamos nuestra bandera.
—¿Y ustedes qué hacen? —pregunto. La consigna es no responder a las provocaciones. Uno de nuestros centinelas les volvió la espalda, sólo para no verlos.
—¿Y ellos qué hicieron?

—Lo mataron de un tiro en la nuca. Vea usted las fotografías del cadáver.

"José Martí" Eladio Rivadulla Martínez, serigrafía, década del 60.

Desde Guantánamo, tras regresar a nuestra base de Santiago de Cuba, nos dirigimos a la Sierra Maestra con el propósito de subir a Minas de Frío, cumbre donde el comandante Ernesto Che Guevara tuvo su cuartel de operaciones. Siguiendo la norma revolucionaria de instalar escuelas donde hubo cuarteles y escenarios de lucha, se ha fundado un centro educacional, donde se preparan los maestros del futuro.
La subida es difícil, ya que se hace por una cuesta empinada, rica en torrenteras y despeñaderos, que hasta no hace mucho sólo era transitable a pie o a lomo de mula. Nosotros la franqueamos en un camión de guerra soviético, que en dos horas de trajín, sacudones y patinadas nos deja en la cima, algo así como un altiplano donde conviven 7.000 alumnos, muchachas y muchachos de todas las pieles, bien alojados y guarnecidos.
—¿Por qué instalar esa escuela en una cumbre sometida a todos los rigores climáticos?
—Para fortalecer y templar —responden— a los jóvenes que han de ejercer el magisterio en los más duros rincones de la isla. Nuestra campaña de alfabetización, iniciada en 1961, redujo el índice de analfabetos a un 3,5 por ciento. Ahora, Fidel quiere que toda Cuba sea una escuela.

Y abordamos a los alumnos, con su ropa y zapatos de montaña (ellas, naturalmente, con ruleros en la cabeza). Blancos, negros y mulatos tienen la conversación fácil y una seguridad alegre que anula toda ostentación o dramatismo. Quieren saber de nosotros: los fascinan nuestros diversos tonos del idioma español. Al fin, piden que cantemos; yo berreo una vidalita sureña, y Juan Marsé arriesga una sardana de su terruño catalán.
¡Tendría tantas cosas que referir! Sólo puedo hacerlo en síntesis rapsódicas o en pantallazos de cinematografía. Estamos ahora en un grande y viejo taller metalúrgico, donde Fidel Castro reúne a trabajadores y estudiantes de escuelas tecnológicas.
Tras un intento inicial de industrialización, la isla entera se vuelca hoy a los afanes de la agricultura. Pero hay que pensar en el futuro, y el conductor habla: se refiere a la explotación de los minerales que abundan en las sierras, a sus aleaciones posibles, a los futuros altos hornos y acerías, a la perfección técnica de los obreros. Un químico visitante, que tengo a mi costado, musita:
—¡Sueña! ¡Esta soñando en alta voz!

—¿Qué importa? —le contesto—. ¿Qué importa, si todo este pueblo que lo escucha está soñando con él? Al fin y al cabo, ¿qué sueña? La ilusión de una felicidad en la soberanía, siempre posible y siempre demorada. ¿No están, acaso, en ese mismo sueño todas las otras repúblicas de Iberoamérica?
Y Fidel sigue hablando, frente a los rostros encendidos, Fidel está soñando: ¡pobre del que se ría!

"Boceto mural N° 3 (2001) Adigio Benítez, técnica mixta
Esta mañana, Elbiamor y yo estamos a solas con Haydée Santamaría, heroína de la revolución cubana en sus preparativos y combates. Su hermano y su prometido fueron torturados hasta morir, frente a ella misma, para que revelara el paradero de los jefes. Toda revolución cruenta deja siempre como posible y hasta inevitable el juego numeral de las víctimas, de modo tal que uno y otro bando puedan sentarse a la mesa y barajar en el tapete sus propios muertos. Haydée no lo hace, aunque tal vez en sus sueños perdure una pesadilla de ojos arrancados. Perdonar y olvidar —nos ha dicho ella—. y sobre todo combatir por un orden humano y una sociedad que hagan imposibles, en adelante, los horrores de la jungla.
Detrás de ese afán, ella trabaja día y noche, como si fuese la madre, la hermana y la novia del movimiento. De pronto recuerda mi cristianismo y el de Elbiamor:
—Antes de la revolución —nos dice—, yo era creyente, como todos los míos. Después entendí que, si deseaba trabajar por un orden nuevo, debía prescindir de Dios, olvidarlo.
No entendemos el por qué de tal resolución, romántica, y callamos.
—El otro día, infiere de pronto—, mi hija de cuatro años me preguntó quién era Dios.
—¿Y qué le respondió usted?
—Le dije que Dios era todo lo hermoso, lo bueno y lo verdadero que nos gustaba en la naturaleza.
La miramos con ternura.
—Belleza- Bondad y Verdad —le dije al fin—: son, justamente, tres nombres y tres atributos de lo Divino.

Haydée calla. Luego se dirige a su escritorio y me trae como obsequio una caja de habanos construida con maderas preciosas de Cuba.
¿Y el ambiente religioso de la isla? Puedo decir que actualmente se oficia con regularidad en los templos católicos y protestantes. En las santerías se ofrece al público el acervo iconográfico tradicional, junto con la utilería de las magias africanas, que conservan en la Isla una tradición semejante. Fidel Castro, en una campaña contra las malezas rurales, aconsejó, no sin humorismo, respetar las hierbas rituales de los brujos. En realidad, no se manifiesta en Cuba ni menor ni mayor religiosidad verdadera que en muchos otros países del orbe cristiano, incluido el nuestro.
Sé, de muy buena fuente, que en el Comité Central del Partido hay católicos viejos y católicos de reciente conversión, además de algunos marxistas puros, uno de los cuales, en su inocencia, me confesó haber bautizado a un niño con champagne y en el nombre de Marx, de Lenin y de Fidel. Y digo "en su inocencia", porque aquel hombre, fundamentalmente bueno, "no sabía lo que hacía", dicho evangélicamente.

Triunfante la gesta revolucionaria, tuvo un despunte de oposición en algunos sacerdotes de nacionalidad española y algunos pastores protestantes de nacionalidad estadounidense, que obraban, sin duda, por razones "patrióticas". Fidel Castro dijo, entonces, que todo cristiano debería ser, por definición, un revolucionario. Recuerdo que hace ya muchos años, en cierto debate sobre el comunismo realizado en París, alguien (creo que Jacques Maritain) definió al comunismo como una "versión materialista del Evangelio". Pensé yo en aquel entonces que era preferible tener y practicar una versión materialista del Evangelio a no tener ni practicar ninguna.
Y me digo ahora, con más ciencia y experiencia, que toda realización en el orden amoroso de la caridad, sea consciente o inconsciente, entraña en sí misma una "petición" de Jesucristo.



"Martí" (2009) Víctor Huerta Batista, acrílico sobre tela, 150 x 200 cm.

Terminó para nosotros la Misión Cuba. Una tarde respondemos a los alumnos, en la Escuela de Letras. Uno me pregunta por el Facundo, de Sarmiento, y le aclaro algunas nociones. Otro interroga sobre El Matadero, de Echeverría, y César Fernández Moreno se encarga de las respuestas. Pero todos los cubanos acuden al corte de caña: gobernantes y gobernados, obreros y estudiantes, artistas y técnicos.
Se ha iniciado la Séptima Zafra de la Revolución, que promete ser la más cuantiosa del siglo. Los contingentes están saliendo a la tierra (o a la caña, como dicen allá): todos van alegres, porque el trabajo ya no es una "maldición antigua", sino un esfuerzo que hace doler las manos en el machete, los tres primeros días, y concluye por mudarse en una felicidad virgiliana.
Estamos en el aeropuerto José Martí, como a nuestra llegada; el cuatrimotor Britannia nos espera, trajinado y temible a los ojos de Elbiamor. Nuestros compañeros de Cuba nos despiden: hay calor en sus manos y esperanza en sus voces. El avión toma la pista: ellos quedan allá, con su ensueño acunado entre peligros, y sin otro sostén que su líder y los símbolos de su enseña nacional, enumerados en la misma canción con que inicié esta crónica: "Un Fidel que vive en las montañas, un rubí, cinco franjas y una estrella".


Imágenes extraídas del sitio: http://www.galeriacubarte.cult.cu

martes, 23 de julio de 2013

La Isla de Fidel por Leopoldo Marechal (Parte 1)

En 1968 la "Casa de las Américas" convoca a Leopoldo Marechal como jurado de su certamen anual de literatura. Como elaboración de ese viaje, Marechal escribe este texto que para nosotros es la  muestra de la profunda hermandad entre el Pueblo Argentino y el Pueblo Cubano. Compartimos hoy este maravilloso escrito que- como todos lo producido por Marechal- florece de símbolos y conceptos. Como es un texto extenso, lo entregaremos en dos secciones. Esta primer entrega la islustramos con pinturas del artista cubano Adigio Benítez.

Adigio Benítez "Donde el verso es un ciervo herido", 1996

"¡Cuba, qué linda es Cuba! Quien la defiende la quiere más." Esta canción popular nos siguió, a mi mujer y a mí, durante los 40 días en que fuimos huéspedes de la isla de Fidel Castro, donde transcurre la experiencia económicosocial más fascinante de esta segunda mitad del siglo.
Cuando la "Casa de las Américas" me invitó a visitar la patria de Martí, como jurado de su certamen anual de literatura, me asombré:
—¿Cómo puede ser —me dije— que un Estado marxista-leninista invite a un cristiano viejo, como yo, que además es un antiguo "justicialista", hombre de tercera posición?
Y decidí viajar a la isla en busca de respuestas a esa pregunta, y a otras que yo me había formulado acerca de un pequeño país del Caribe sobre el cual gravitan leyendas negras y leyendas blancas, miedos y amores tal vez prefabricados. Entre las cosas de mi equipaje llevaba dos aforismos de mi cosecha, útiles para estos casos: 1° "Hombre soy, y nada que sea humano me asusta", y 2° "El miedo nace de la ignorancia: es necesario conocer para no temer".
Cuba, nación bloqueada, tiene aún dos puertas exteriores de acceso a su territorio: una es Praga y la otra México. Las "Líneas Cubanas de Aviación" cumplen el esfuerzo heroico de unir la isla con esos dos puntos; dispone de sólo cuatro aviones Britannia, de 1958, que hacen prodigios con sus cuatro turbohélices, evitando los cielos hostiles del "mundo libre".
A mí me tocó entrar por México., En el aeropuerto de la capital azteca, tras esperar algunos días el azaroso avión de la Cubana, me topo con un colega del Perú y otro de Guatemala que también se dirigen a Cuba. Un agente del aeropuerto adorna nuestros pasaportes con un gran sello que dice: Salió a Cuba, inscripción insólita que atribuyo a un bizantinismo de la burocracia. Otro agente, lleno de cordialidad, nos toma fotografías individuales, hecho que confundo con un rasgo de la proverbial donosura mexicana.
—Esas fotografías —me aclara el guatemalteco— son para el F.B.I. de los Estados Unidos.
—Ignoraba que el F.B.I. se interesase tanto por un certamen de literatura —comento.
Y ya estamos en vuelo, sobre el Golfo de México, rumbo a una isla sospechada, sospechosa. Es, sin duda, un país socialista, sudoroso de planes quinquenales, con músculos tensos y frentes deslustradas por el materialismo histórico. Una de las azafatas distribuye bocadillos de caviar: ¿no es una referencia evidente a la Cortina de Hierro? Pero, a manera de un desmentido, vienen los daiquiri espirituosos y la fragante caja de habanos.
¡Cuba, qué linda es Cuba! Y, mirándolo bien, ¿las mismas azafatas no tienen el ritmo cimbreante de las palmeras y la frescura de los bananos en flor?
Horas más tarde aterrizamos en el aeropuerto José Martí. En el atardecer de invierno, advertimos cierto calor y cierta humedad de trópico. Nos aguardan allá Ricardo y Norma, jóvenes, eficientes y plácidos en cierta madurez acelerada: se anuncia en ellos la "efebocracia" o gobierno de los jóvenes; así me definió más tarde don Pedro González, profesor jubilado de la Universidad de California, el régimen de Cuba revolucionaria, régimen sin ancianos visibles, de jóvenes, adolescentes y niños.


Adagio Benítez, "La rueda" (1957)

Los "carros" nos conducen a La Habana por un camino bordeado de palmeras: la ciudad no está lejos, y poco después vemos erguirse sus grandes monobloques, en cuyas ventanas empiezan a brillar las luces de la noche. Llegamos, por fin, al Hotel Nacional, que será nuestra casa durante cuarenta días. Es un edificio monumental, concebido por la imaginación lujosa que requerían los fines a que se lo destinaba, lugar de week end para millonarios en exaltación, tahúres internacionales, actores famosos de la cinematografía. Lo asombroso es que la revolución lo haya conservado, como los demás hoteles, restaurantes y cabarets de Cuba, en la plenitud de sus actividades, con personal y servicios completos.
Ya en nuestra habitación, abrimos las ventanas que dan al mar y vemos la bahía de La Habana, con su antiguo morro, a cuyos pies festonea la espuma. En otra parte del hotel, y entre palmeras, una gran piscina de natación que abandonan ya unos bañistas corridos por la noche.
Pero, ¿qué formas se yerguen allá, en aquel terreno vecino al parque? Son dos pequeñas baterías antiaéreas, cuyas bocas de fuego apuntan al Norte.
La mucama de nuestro piso, joven y hermosa, entra en nuestra habitación y lo prepara todo con una meticulosidad tranquila de mansión solariega.
—Mercedes es mi nombre —le dice a Elbiamor con un despunte de risa—. ¿De dónde eres tú?
—De la Argentina —responde.
—¡La patria del Che! —recuerda Mercedes.
Nos pide que cuidemos los materiales del hotel. Ahora son del pueblo todo: ella lo sabe porque no hace mucho que fue "alfabetizada" y ya tiene una "conciencia social".
—Antes de la revolución —aclara—, yo no podía entrar en este hotel.
—¿Por qué no? —interrogo.
—Soy una mujer de color.
Vuelve a reír con su blanca dentadura de choclo. Elbiamor, entre lágrimas, besa su mejilla de ébano.
Bajamos al comedor. Luego de la cena nos llevarán a Varadero, donde se realiza la última sesión del Encuentro de Poetas, organizado en homenaje a Rubén Darío al cumplirse el centenario de su nacimiento. En el comedor me encuentro con Julio Cortázar: hace veinte años que no nos vemos. Abrazo su fuerte y magro esqueleto de alambre. Su melena y sus patillas le dan el aspecto de un beatle. Hemos de actuar en el mismo jurado de novela. Antes de separarnos me anuncia, en voz baja, con cierto humor perverso:
—Han llegado cuarenta y dos originales de gran envergadura.
Arañas de cristal, manteles lujosos, vajillas resplandecientes, flores y músicas, evocan en el gran comedor los esplendores del antiguo régimen. Son los mismos camareros de ayer, con los mismos smokings y la misma eficiencia; sirven cocktails de frutas tropicales, langostas y otros manjares, a una concurrencia visiblemente internacional, de la que formamos parte. Sí, son los mismos; pero ahora trabajan en una revolución. No tardaremos en tutearnos con ellos y llamarnos "compañeros", diferentes en la función social que cumplimos, iguales en cierta dignidad niveladora.


Adigio Benítez "Trìptico soldadores" (1973)

En los días que seguirán, repetiremos esa experiencia extraña con todos los hombres de la isla; la aprenderemos y sabremos que la palabra "humanidad" puede recobrar aún su antiguo calor solidario.
Esa misma noche, en una suite fantástica, llegamos a las playas de Varadero, a ciento cincuenta kilómetros de la capital. A quién se le ocurrió la idea de reunir a una pléyade de poetas iberoamericanos con el solo fin de celebrar a Rubén Darío ¿Se perseguía un objetivo puramente poético? ¿Por qué no?, me dije antes de llegar. Cuba fue siempre vivero de poetas.
Y recordé aquellos versos de Darío que figuran en su poema dedicado a Roosevelt:
"Eres los Estados Unidos,/eres el futuro invasor/de la América ingenua que tiene sangre indígena/que aún reza a Jesucristo y aún habla en español". ¡Qué resonancia profética tenían esos versos del nicaragüense, junto al mar de las Antillas, y en Cuba, que aún tiene la pretensión exorbitante de ser libre, de edificar en libertad sus estructuras nacionales!
Varadero está de fiesta por un poeta muerto y una nación viva. Entre las mesas ubicadas al aire libre, veo de pronto a Nicolás Guillen: también él me ha reconocido, y éste es mi segundo abrazo demorado, en una noche de iniciación. Después correrá el buen ron de la isla, cantarán los improvisadores de décimas, bailarán los litúrgicos danzarines afrocubanos, y la señora del poeta Fernández Retamar ha de brindarle a Elbiamor una enorme caracola del Caribe.
A la mañana siguiente nos bañamos en aquel mar de colores cambiantes, o discurrimos con los compañeros, en blancas y finísimas arenas, como vidrio molido. Por la noche, dando fin al Encuentro de Poetas, cenamos en la gran morada que fue de mister Dupont, el financista internacional que apuraba en ella sus week end para contrarrestar el frío de sus computadoras instaladas en Nueva York. Cierto, la casa es monumental, con su embarcadero propio, su piscina y su jungla; pero adolece de un mal gusto que parecería insanable en la mentalidad de los Cresos. El hall, verbigracia, en conjunto inarmónico, reúne un piano de cola, un órgano Hammond, muebles en anarquía, cuadros y tapices anónimos que parecen salidos de una casa de remate.
Afortunadamente, aquella noche una revolución socialista consigue hacer el milagro de dignificar la casa y sus tristes objetos: poetas y escritores de Iberoamérica están sentados a la mesa de los periclitados banqueros: nalgas líricas o filosóficas sustituyen en los sillones dorados a las nalgas macizas del capitalismo. Se come, se bebe, se recita, se canta. Por un instante me asalta la idea curiosa de que me estoy bebiendo los estacionados vinos del opulento y alegre pirata. Mister Dupont, disculpe: la Historia no se detiene.


Adigio Benítez "Encuentros" (1999)

Han entrado los danzarines negros y los cantores que eternizan su África. Discutimos o bailamos, ¿qué importa la distinción en esta primera noche del mundo? Desde su mesa, un grupo de cubanos entona en mi honor "Los muchachos peronistas".
Lo peor es el regreso, claro está. Entre un poeta de guayabera blanca y un sociólogo de guayabera gris, camino junto al mar feérico, bajo el plenilunio. Y mi inquietud toma la forma de un remordimiento: ¿seremos nosotros, una minoría, los únicos usufructuantes de una herencia reciente? El de guayabera blanca me responde:
—Tranquilízate, alma buena. En Cuba no hay ahora ningún hambriento; no hay desnudos ni descalzos; no hay desocupación, ni despidos, ni embargos; no hay mendigos ni analfabetos.
En cuarenta días de viajes, estudios e inquisiciones, pude comprobar, más larde, la verdad que había en las aseveraciones del poeta, y lo fácil que es resolver un problema de justicia social cuando un pueblo se decide a tomar el toro por las astas. Pero en aquella noche de Varadero las preguntas afluyen a mis labios de recién venido:
—¿Pero el marxismo-leninismo es esto? ¿Nada más que esto?
El sociólogo se vuelve al poeta y le dice con ese tono inimitable de la travesura cubana:
—No creo que Fidel haya leído ni ochenta páginas de El Capital.
—¿Es que pueden leerse más de ochenta páginas? —reflexiona el poeta.
—Sin embargo —insisto—, el propio Fidel se ha declarado marxista.
—¿Y por qué no? —argumenta el sociólogo—. A juzgar por algunas Encíclicas, más de un Papa está en ese riesgo. ¿Y sabes por qué? Porque el marxismo se resuelve al fin en una "dialéctica" que se adapta muy bien a cualquier forma de lo contingente social. Quiero decir que sirve tanto para un barrido como para un fregado, si se trata de barrer o fregar en una vieja estructura político económica.
Yo me rio:
—El viejo Marx —arguyo— ha prolongado su gloria merced a esa flexibilidad de su dialéctica. Pero, en cambio, lanzó al mundo una "logofobia" retardante de muchos procesos revolucionarios.
—¿Qué es una "logofobia"? —inquiere el de la guayabera blanca.
—Logofobia —respondo— es el terror a ciertas palabras. Y el término "marxismo", una de las más actuales.
—¡Eso merece un extra seco en las rocas! —ruge el sociólogo entusiasmado.
—Lo tomaremos en cuanto exponga mi enseñanza paralela sobre la "logolatria".
—¿Y qué diablo es una "logolatria"?
—Es una adoración de la palabra por la palabra misma —le contesto—. Generalmente, se toma una logolatria para defenderse de una logofobia.
—¿Ejemplos de logolatrías?
—Los términos "democracia", "liberalismo", "civilización occidental y cristiana" o "defender nuestro estilo de vida", esto último, naturalmente, a costa de los estilos ajenos.
—¿No es ésa una muletilla del Tío Sam?
—El Tío Sam, ¡qué tío!
Suenan tres carcajadas en la noche del trópico. Pero el sociólogo de guayabera gris tiende una mano al horizonte marítimo:
—¡Silencio! —dice—. El Tío Sam está desvelado, a noventa millas náuticas de aquí.
—¿Qué hace?
—Está revisando su cuadragésimo submarino atómico.
—¿Con qué fin?
—Le quita el sueño, entre otras cosas, una islita de siete millones de habitantes que ha tenido el tupé de ensayar un régimen socialista en sus propias barbas.
 De regreso en La Habana, es necesario leer los voluminosos originales del concurso. Así lo hago, y así lo hacen conmigo el guatemalteco Mario Monteforte Toledo, el argentino Julio Cortázar, el joven español Juan Marsé, y el veterano escritor de Cuba, José Lezama Lima. Pero hay que cumplir otras actividades paralelas: visitar institutos, conceder reportajes, dialogar con estudiantes y obreros, asistir a teatros y cines, donde se cumple una actividad febril.
Cuba, en su bloqueo, necesita mostrar lo que hizo en ocho años de revolución; porque sabe que el mejor alegato en favor de la revolución cubana es Cuba misma. Esos trajines y contactos me han permitido conocer a la gente de pueblo en su intimidad.
El pueblo cubano es de la más pura fibra española (casi andaluza, yo diría), entretejida con más que abundantes hebras africanas, que le añaden una soltura de ritmos y una sensibilidad en lo mágico, por la cual ha de convertir en "rituales" casi todos sus gestos, desde un baile folklórico a una revolución. Libre ya de opresiones de "factoría" —y de sus "mimesis" consiguientes—, reintegrado a su natural esencia, el hombre cubano es un ser extrovertido y alegre, con imaginación creadora y voluntad para los combates necesarios, incapaz de resentimientos, fácil a los olvidos, propenso al diálogo y a la autocrítica.
Todo esto deberán tener muy en cuenta los que intenten alargar un brazo amenazador sobre la tierra de Martí; porque no es difícil advertir allá que si el cubano entona pacíficamente una copla en la Bodeguita del Medio, o baila displicentemente una guaracha en El Rancho, de Santiago, tiene siempre en una mano el machete de cortar caña de azúcar y en la otra la culata invisible de una metralleta.


Adigio Benítez, pintura sobre Jesús Menéndez, líder azucarero (1958)

Cierta mañana, y a mi pedido, un arquitecto arqueólogo, joven como todo el mundo en la isla, me hace recorrer la vieja Habana: su catedral, en el más puro estilo de la colonia, es la más bella que conozco, incluyendo la de México; los palacios condales, al enmarcar la plaza de la catedral, integran un conjunto arquitectónico de sobria pureza.
Mi acompañante y mentor me conduce luego al Castillo de la Fuerza, reducto castrense que los españoles erigieron antaño contra los invasores de la isla, reales algunos y hasta hoy siempre posibles. Cruzamos el puente levadizo, recorremos los oscuros pasillos, nos asomamos a las troneras y almenares.
—Esta fortaleza —dice mi guía— es un símbolo perfecto de Cuba.
—¿Por qué?
—Sus constructores y defensores representaron al colonialismo; sus atacantes representaron a la piratería. Y, hasta Fidel, Cuba se ha debatido entre colonialistas y piratas.
—¿Ya no? —insisto.
—El riesgo subsiste en potencia. ¿Tú eres argentino?
—Sí.
—Entonces has de saber, en carne propia, que hay nuevas formas de colonialismo y nuevas formas de piratería.
"¡Tocado!", me digo en mi alma. Y el arqueólogo concluye:
—La revolución cubana sólo tiene su explicación entera en la Historia Nacional de Cuba.
Regreso al hotel, en cuyos ámbitos empiezo a conocer la naturaleza de sus huéspedes. Ya me topé con los tenistas polacos, tan elegantes con sus conjuntos rojos de pantalón y remera. Eludo ahora a los ciclistas hispanoamericanos que han de correr la Vuelta de Cuba: llevan siempre consigo sus bicicletas, en el comedor y en los ascensores; Cortázar me comunica su sospecha de que los corredores duermen con sus máquinas y tienen con ellas relaciones extraconyugales (¡diablo de novelista!).
Luego me voy a la piscina: es un gran espejo de agua entre palmeras y bajo el sol de Cáncer, que acaricia y muerde a la vez como un ungüento. ¿Quiénes han invadido la piscina, tan solitaria otras veces? Porque la gente de Cuba sólo nada en verano, y la isla está en la mitad de su invierno.
Estudio a los invasores: no hay duda, son caras y pelambres del mundo eslavo. Y al fin identifico a los deportistas soviéticos, entre los cuales alza su mole ciclópea el campeón olímpico de levantamiento de pesas. Paseándose en torno de la piscina muy a lo peripatético, Dalmiro Sáenz jury en el certamen de cuento, lee originales con toda la gravedad que le consiente su pantalón de baño.
—¿Qué hacen aquí los rusos? —me pregunta, indicando a los Invasores.
—Vienen a descansar, después de su zafra —le respondo.
—¿Qué zafra?
—La del Uranio 235.
Dalmiro estudia mi respuesta. Y, sin embargo, su atención está fija en el cíclope ruso.
—Un gran levantador —me dice.
—No hay duda —le contesto—: ahora me crucé con él en la cafetería, y lo estudié en el fondo de los ojos.
—¿Qué viste?
—Una caverna del paleolítico y un gran desfile de brontosaurios.
Naturalmente, hay rusos en Cuba, y checos, y búlgaros, y polacos, técnicos, hombres de deportes y hasta turistas. ¿Por qué "naturalmente"? Se dice que cuando, triunfante su revolución, Fidel Castro se dirigía a la capital, llevaba in mente dos preocupaciones: evitar que la burguesía local, dúctil actriz de la historia cubana, intentase usufructuar 'pro domo sua', como lo hizo tantas veces desde la colonia, un triunfo que había costado sangre y lágrimas; y evitar que hiciese lo propio el marxismo intelectual y minoritario, que también alentaba en la isla, como sucede aquí y en todas partes. Fácil es deducir que una "tercera posición" equilibrante maduraba en la cabeza del líder. Y se produjo entonces la intervención y bloqueo contra una pequeña y esforzada nación que sólo buscaba una reforma de sus estructuras para lograr su propio estilo de vida.


Adigio Benítez "Amor en tierra brava" (2002)

Claro está, bloqueada y amenazada, la isla de Fidel, sin combustibles, sin industrias básicas y sin comunicaciones, habría tenido que declinar su revolución; los norteamericanos, que no tienen experiencia ni prudencia históricas, la arrojaron a la órbita de Rusia, que tiene todo eso y, además, un estilo y método revolucionarios.
Por aquellos días, los cubanos entonaban el estribillo siguiente: "Los rusos nos dan, / los yanquis nos quitan: / por eso lo queremos a Nikita". Cierto es que más tarde, cuando los rusos, movidos por la estrategia de la hora, retiraron los cohetes cedidos a Cuba, se cantó este estribillo: "Nikita, Nikita, / lo que se da no se quita".
Un oyente que escuchaba esta explicación, me dijo:
—No puede ser: es demasiado ingenuo, demasiado "simplista".
—Compañero —intervine yo—, ahí está la madre del borrego, como decimos en Argentina. Desde hace muchos años observo una tendencia universal a desconfiar de las explicaciones "simplistas"; en cambio, se prefiere complicar los esquemas en lo político, en lo social, en lo económico, y hacer una metafísica inextricable de lo que es naturalmente "simple". A mi entender, toda esa complejomanía proviene de los interesados en "enturbiar las aguas".
Pero, impuesta o no por las circunstancias, es de imaginar lo que una teoría filosófico social, como el marxismo, logra o puede lograr en un pueblo que, como el cubano, tiene toda la soltura, toda la imaginación y, además, todas las alegres contradicciones del mundo latino. Está dándose aquí, evidentemente, un comunismo sui géneris, o más bien una empresa nacional "comunitaria" que deja perplejos a los otros Estados marxistas, en razón de su originalidad fuera de serie.
Un soviético, un checoslovaco, un búlgaro, de los que frecuentemente visitan a Cuba, no dejan de preguntarse, vista la espontánea y confesa "heterodoxia" cubana:
—¿Qué desconcertante flor latina estará brotando en las viejas y teóricas barbas de Marx?

lunes, 22 de julio de 2013

Investigación audiovisual sobre la obra de Rodolfo Kusch

Muy buen video para introducirnos en el pensamiento de Rodolfo Kusch



Autores: Juan Pablo Berch, Sofía Loviscek, Juan Pablo Pérez Rocca
Edición: Javier "el Vasco" Ildarraz
Duración: 18 min.
CEPIA (Centro de Producciones e Investigación Audiovisual)
Facultad de Ciencias Sociales - UBA, octubre del 2009

Ideas sobre el alcance de la educación estética en la escuela primaria por Leopoldo Marechal, 1928*

I
Marioneta de cartón "Serpiente" (Federico, 7 años)
Nuestra escuela primaria, con el propósito de cumplir sus vastos anhelos de educación integral, estableció desde sus comienzos en los programas oficiales un obligado curso de música y otro de dibujo, dos formas estéticas que debían llegar al niño en su carácter de tales y contribuir con las demás asignaturas al desarrollo armonioso y total de su espíritu.
Las facultades del alma, razonamiento, voluntad, memoria, sensibilidad, imaginación, debían ser igualmente ejercitadas en la esencia infantil ya que de su conjunto depende la unidad hombre de su equilibrio la realización de ese todo perfecto, que el verdadero educacionista sueña en construir sobre la base del niño.
El desarrollo de nuestros programas trae aparejado un intenso ejercicio de la facultad razonadora, en virtud de las ciencias matemáticas; un estímulo de la voluntad, gracias al trabajo constante de las aulas; un entrenamiento progresivo de la memoria, con el aporte diario de las otras asignaturas. La música y el dibujo, en las condiciones actuales de su enseñanza, ¿realizan la misión que lógicamente deben realizar, hablando a los sentimientos y a la imaginación del alumno? Más adelante veremos que no.

"Hada en su castillo" (Celeste, 10 años)
El aprendizaje de un arte cualquiera significa:
1- La adquisición de un instrumento expresivo por el cual el hombre manifiesta las actividades de su vida interior y las relaciones de esa actividad íntima con el mundo externo; 2-  el conocimiento de las mejores obras que el espíritu humano realizó en dicho arte.
Esta sabrosa captación artística y el dominio de aquel instrumento que sirve para crear, traen como fruto el desarrollo intenso de la sensibilidad y de la imaginación. Una fina sensibilidad permite discernir lo bueno de lo malo, lo bello de lo feo: el hombre sensible hace así su composición de lugar frente a las cosas, descubre las bellezas que le rodean y gozándose en ellas establece un principio de felicidad; la comprensión de lo bello y de lo bueno y la reacción bienhechora que estas cualidades provocan en su espíritu, hácenle patente la necesidad de vivir para la belleza y la bondad. Por otra parte, asociando sus impresiones, conceptos y goces a los de los demás seres, el hombre descubre la obligación de lo bello y bueno: nace así un imperativo del deber.
Maqueta en cartón "Conventillo" (Melina, 8 años)
Además una comunión de los hombres en la belleza implica solidaridad y subordinación: solidaridad porque se sienten unidos en un común sentimiento que provoca en ellos idénticas reacciones; subordinación porque saben que lo bueno y lo bello están en la naturaleza como reflejos de un gran todo y porque la concepción de la bondad y de la belleza en su absoluta totalidad significa admitir un principio de lo divino, como lo demostró Platón en su diálogo sobre la inmortalidad del alma y Descartes en su prueba de la existencia de Dios: en estas condiciones, el hombre se siente subordinado a lo divino y reflejo de lo divino.
La mayoría de las nacionalidades europeas tienen el sello de su personalidad, no en una concreta demarcación geográfica ni en un origen racial común, sino en su manera de ver el mundo y de sentir sus fenómenos. En nuestro país, donde el problema de la nacionalidad es un fenómeno palpitante y complicado, se impone, como en ninguna parte, la comprensión mutua entre los diversos elementos que la integran: esto se consigue por la solidaridad de los hombres en lo bueno y en lo bello, virtud quie sólo puede ejercer una sensibilidad hondamente trabajada desde la niñez.
Muñeco de plastilina, "Negrito" (Brenda, 10 años)
Por la imaginación, el hombre aplica los elementos, leyes y principios de la naturaleza, en la creación de un instrumento que sirva a sus fines personales. Toda invención, verdad o descubrimiento ha sido en sus fuentes un producto teórico de la imaginación, comprobado luego en la realidad. La imaginación es facultad creadora por excelencia y su libre ejercicio hace que el hombre sea fecundo en recursos: un hombre sin imaginación se ve obligado a transitar por vías ajenas y está como desarmado, frente a la vida, puesto que no le es dado seguir ninguna iniciativa personal.
Como puede verse en el transcurso de estas consideraciones, con la educación estética la escuela primaria no pretenderá hacer un artista de cada alumno, sino dotarle de una sensibilidad y de una imaginación que le coloquen en ventajosas condiciones de lucha.

Muñecos de plastilina, "Mamá con hijos" (Melina, 7 años)

"Avión" de cartón y madera  (Leo, 11 años)
II
Observaciones realizadas durante algunos años de trabajo, me permiten asegurar que la educación estética, tal como se practica hoy sobre una base de música y de dibujo, no conduce a los altos fines expuestos. Criticaré ahora el ejercicio del dibujo, reservando el de música para otra disertación.
A ningún maestro se le escapa actualmente esa falta de interés que el alumno manifiesta por la clase de dibujo; conocido es el desagrado con que realiza los ejercicios irremediablemente vulgares que se le impone.
Sin embargo, la inclinación natural del niño por el dibujo, es bien conocida: un examen de sus cuadernos diarios permite verificarla, en el hallazgo de esas fantasías y caprichos que el alumno gusta fijar allí, contra la prohibición terminante del maestro. Esos dibujos originales, esa personalísima coloración de mapas y esquemas, esos caprichos realizados al margen de toda enseñanza, no son más que una necesidad de expresión satisfecha y el reflejo de un estado de ánimo.
¿Por qué nuestra enseñanza del dibujo no satisface estas nobles tendencias de su espíritu, esta imperiosa necesidad del alma infantil? Porque en todos los casos oblígase al niño a copiar una realidad inanimada, un modelo que no le interesa puesto que no habla a su sensibilidad. Este modelo es la invariable naturaleza muerta, la guarda decorativa, el calco de yeso: la virtud consiste, según los profesores del ramo, en trasladar al papel una visión exacta de ese modelo; y el resultado a que se llega no es más que una simple ejercitación manual, desligada en absoluto de toda participación del espíritu.
     Prendedor con de porcelana fría "Sol" y colgante "Oso" (Tatina, 8 años)


No olvidemos que el niño es esencialmente animista: contempla la realidad y asocia los accidentes, conceptos y predilecciones de su vida interior a las cosas que le rodean. El niño mira la realidad desde un punto de vista interesado, la reviste de atributos insospechables de acuerdo con su sensibilidad. Entonces, para él un árbol, verbi gracia, no será un árbol simple y escuetamente, sino una equivalencia sentimental del árbol, puesto que le atribuye virtudes y gestos humanos y le dota de condiciones que están en su yo y no en el árbol en sí. De este modo el paisaje, el ser, la cosa, se convierten para él en un estado de alma.
Dejemos que el niño elija el asunto siguiendo sus predilecciones sentimentales; y luego, que haga su interpretación personal del mundo, que junte y ordene los elementos de la realidad de acuerdo con su instinto creador y obedeciendo al imperativo de sus emociones.
Prendedor de porcelana fría "Cartera" (Sheila, 5 años)
El profesor que impone una manera de ver sintetizada en cuatro preceptos, coarta los fines de la educación estética prescindiendo de toda participación espiritual del niño. No olvidemos que la realidad se convierte en un lugar común cuando la observamos a través de una lente personal o siguiendo las leyes de un sistema interesado. El mundo se recrea en los ojos libres de cada hombre que busca su punto de vista propio: todos los renacimientos espirituales se deben a esta clase de hombres. Hagamos del niño un descubridor y no un imitador, cultivando y no deprimiendo su naciente personalidad.

"Conejo deportista", muñeco de tela (Lourdes, 8 años)

III
La exposición de trabajos infantiles realizados por el Director de Bellas Artes de México, primero en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid y luego en una sala parisiense, renovó en mí, antiguas preocupaciones a este sujeto.
Críticos franceses de la talla de Florent Fels, Christian Zervos y André Salmón, manifestaron su asombro ante la gracia original de estos trabajos realizados por niños de ocho a catorce años. Artistas famosos como Raoul Dufy, Braque y Lipchitz, admiraron esas frescas realizaciones infantiles creadas por espíritus no sujetos a convencionales teorías, esa personalidad a la que ellos, artistas maduros, habían llegado tras esfuerzos innumerables.
Hablando en París con Alfredo Ramos Martínez, director de Bellas Artes de México, nos dijo que, para esa clase de enseñanza tienen un programa definido y exacto, distinto al que se aplica generalmente. Con ese programa se proponen sorprender en el niño todas sus riquezas naturales: visión, sensación; tratan de explotar todo lo que hay en él de espiritualidad y de sentimiento frente a la vida.
Se preocupan en despertar toda la sensibilidad del alumno, toda su fuerza creadora, sin que el maestro interponga su manera particular de sentir y de ver. Aconsejan al niño, pero con la mayor discreción, temerosos de hacer perder ese don natural tan precioso: la emoción.
Títere de guante con la técnica de cartapesta (Milagros, 7 años)

El alumno conoce ya su propósito, siente la necesidad de crear: entonces le dan una tela, un papel, colores; empieza su obra lleno de ilusión y entusiasmo, pone enjuego toda su iniciativa, esforzándose en descubrir los encantos que la vida le ofrece: de este modo trabaja con apasionamiento y alegría. Christian Zervos, en su artículo "Peintures d'enfants", aparecido en Cahiers d'art, dice a este particular que la necesidad de movimiento, convertida en ley de la niñez, por Pestalozzi, se satisface por su pasión del juego y por sus tendencias estéticas, a menudo muy marcadas. El filósofo inglés Herbert Spencer, dice que, en el niño la actividad del juego y la necesidad estética están relacionadas entre sí, porque ni una ni otra obedecen a un fin útil, sino que tratan de satisfacer esa descarga de fuerzas latentes en él.
Agrega el crítico francés, que la educación estética, dada a los niños mexicanos, se basa en su propia experiencia: suscita en ellos el amor, provoca en sus corazones esa dulzura seráfica hacia la naturaleza y ese refinamiento de ternura por los seres y cosas que le son revelados.
Títere de goma espuma tallada (Marcos, 12 años)
Este género de educación evita toda regla capaz de desplazar la personalidad del alumno por la del maestro. El niño no se separa jamás de la naturaleza: su imaginación excitada por todos lados y sin trabas de ninguna especie, puede satisfacer los instintos de creación tan naturales en él. Frente a la naturaleza, el niño encuentra los júbilos de la sensación, la definición y realización de percepciones tan complejas como las de forma, luz, colores y armonía.
El niño adivina de este modo el alma que existe en todo ser y créase en él un sentimiento místico de la vida que le une al gran todo con un lazo de comprensivo amor.
Resumiendo, diré que los fines de la educación estética deberían ser: 1- Un cultivo intenso de la sensibilidad. 2 - Un ejercicio constante de la imaginación. Lo primero se consigue situando al niño frente a la naturaleza y provocando en él fuertes reacciones espirituales: este trabajo de compenetración sentimental debe realizarse dándole un carácter de jubiloso recreo y no de impuesta obligación; de tal modo, el alumno expresará su sentido de la realidad tal cual lo halla en el fondo de su corazón y sin ninguna traba retórica.
El ejercicio de la imaginación se logrará dejando que el alumno trabaje disponiendo los elementos captados, según su instinto creador y dándole, solamente, las nociones más elementales de preceptiva. La educación estética realizará así su revelación de lo bello, que, según Platón, es el reflejo de lo bueno y de lo verdadero.

*En Revista el Monitor de la Educación Común, Buenos Aires, a. 47, ns 667, 31 de julio de 1928, pp. 415-419. (Revista del Consejo Nacional de Educación)
Para descargar el texto en pdf, hacer click aquí

Las imágenes corresponden a los trabajos realizadas por los niños del taller de títeres de la Cooperativa de Trabajo "Los Pibes del Playón" del barrio de La Boca, ciudad de Buenos Aires, que funciona desde septiembre del 2009 hasta la actualidad. En el siguiente video, encontrarán más trabajos de los niños del taller durante los años 2011 y 2012.
Si bien sabemos que nos falta mucho para llegar a lo planteado por el Maestro Marechal, sus palabras nos muestran el camino y son guían y propósito.


miércoles, 17 de julio de 2013

Los preconceptos que suelen acompañar a las teorías desarrollistas (Análisis crítico de la metodología de Pablo Freire) Prof. Rodolfo Kusch (1972)


La afirmación de que el desarrollo debe mutar el ethos popular,  no tiene una  base realmente científica, sino que refleja a lo más un propósito. En este sentido cabe aducir no sólo una prueba empírica según la cual en el Altiplano se tropieza con numerosas dificultades cuando se intenta dicha mutación, sino también las dificultades que surgen ante una errónea apreciación del concepto de desarrollo y los preconceptos que lo suelen acompañar.

Ante todo ¿cuál es el significado del término desarrollo? Desde el punto de vista semántico pareciera referirse a un movimiento que parte de un estado de cosas y procura llegar a otro, considerado como una meta. Pero esto mismo no puede efectuarse en forma mecánica y menos como resultado de un manipuleo externo de los elementos que favorecen el desarrollo.

Cuando de habla del desarrollo de un joven, se hace referencia a ciertas condiciones que  lo han favorecido, pero también a un proceso autónomo basado en las condiciones biológicas de dicho joven.

Existe entonces un aspecto interno y otro externo del desarrollo. Pero el interno predomina sobre el exterior. Lo que está "arrollado" o "enroscado" debe desarrollarse, en el sentido de desenroscarse. Y esto no se debe entender como un proceso mecánico, sino como  evolución biológica, lo cual le confiere al sujeto en desarrollo una marcada autonomía. Es como si la movilidad arriba indicada siguiera un plan, en cierto modo un código, o una entelequia, de tal modo que, si se desarrolla una planta no puede obtenerse sino también una planta, pero desarrollada y no un animal. Esta ha de ser la condición de todo desarrollo y es lo que Ia  euforia desarrollista de las décadas del 50 y 60 no han podido  comprender. Los teóricos de este movimiento se basan  exclusivamente en  los  aspectos exteriores del desarrollo y, entonces, como es natural nada Ies cuesta afirmar  que es imprescindible "mutar el ethos" del pueblo.

En este error incurren autores tan importantes como Paulo Freire. Este autor manifiesta una actitud realmente favorable y comprensiva hacia el campesino. Tiene conciencia muy clara sobre la dimensión del “arrojamiento” por decir así, (o condiciones reales) en que vive el campesino,  pero no sacó de ahí todas las consecuencias del caso. En última instancia termina por proponer también, auque con una gran habilidad, una mutación del ethos popular. Como lo hace con un conocimiento completo y profundo del tema ofrece un frente más amplio para elaborar una crítica seria para encarar el desarrollo.


Ante todo cabe hacer notar que Paulo Freire pretende promover el desarrollo  mediante la educación. Esto de por si ya es falible. No se puede educar en general. Se educa a alguien para se adapte  a una comunidad y aI  sentido  de  la  realidad  que  es propio de ella.  Hay entonces una educación  propia de la cultura hopi por ejemplo y otra propia de la occidental. Y  si  Freire  insiste  en  que hay  que inculcar al campesino transformación  de  la naturaleza, el  sentido de la educación que él esgrime ya no sirve ni para la cultura hopi ni par para aymara, ni para la quechua, sino sólo para nuestra cultura occidental. Es más, incluso el hermoso concepto de “educar a través de la libertad” del sujeto, es estrictamente occidental. Olvida Freire que toda educación tiene un hondo sentido local que se pone de manifiesto cuando se traspone la cultura que le corresponde.

Paulo Freire se coloca, evidentemente, en el tope de lo que podemos concebir  como educación, pero no podernos evitar que ese tope corresponda estrictamente a lo que nosotros, como ciudadanos occidentalizados, concebidos como tal. Y es natural  que así sea.  Freire se debe a su comunidad y difícilmente, tratándose de una acción específica como es la de educar, podrá evadirse de esta misión. Por eso describe bien al campesino pero no lo toma en cuenta, ya que lo occidentaliza con su ideal educativo.

Pero no es este el único error que comete. Por ejemplo, es curioso  el sistema binario de clasificación que utiliza en su exposición. Dice, por ejemplo, que "la posición normal del hombre en el mundo, como un ser de la acción y de la reflexión, es la de  admirador del mundo". Un poco más adelante califica esta posición como "alejada" de la naturaleza para agregar, luego, que los campesinos "se encuentran... de tal modo cerca del mundo natural que se: sienten más como 'partes' de él que como sus transformadores". Ante todo cabe dudar sobre si llegó a saber cuál es la posición normal del hombre: de si ha de ser alejada o transformadora del mundo. De cualquier manera, el sistema de clasificación de Freire obra en el ejemplo citado por exclusión y consiste en determinar primero lo que  nos pasa a nosotros frente al problema, en este caso el "alejamiento" de la  naturaleza  o  distancia  respecto al mundo, y luego introducir en el otro término:  la posición  campesina sin analizarla mucho.  De este modo. Si nosotros hacemos algo que es "blanco", los campesinos harán automáticamente algo que es "negro". El segundo termino obra como un muladar en el cual va a parar el caso. Lo mismo pasa con otros términos opuestos como "doxa" y "logos" o como magia y ciencia, y tantos otros más. Esto se debe seguramente a la actitud de Freire como educador. Se educa en nuestra cultura para la luz y ésta se instala en nuestra sociedad acompañada por los ideales de conciencia y objetividad, y Libertad, y todo lo que no entra en esto pasa al opuesto. Este método lo lleva desgraciadamente a pasar por alto las importantes observaciones que hace sobre los campesinos. En una forma parecida en antropología, Levi-Strauss y sus  discípulos  también  oponen  los términos,  y cuando tocan temas que violentan su pretendido marxismo, como ser el de  la  desviación  de  la  praxis  en  el rito, despachan a este último también al muladar.

Lino Spilimbergo "Hombres trabajando" (Aguafuerte, 24,5 x 16)

Evidentemente,  Freire obra a la manera de los desarrollistas por mutación, aunque lo hace con la dignidad de un gran investigador. Es natural  que  la  ciudadanía  sudamericana no se permita; ni siquiera en nombre de la ciencia,  tomar en cuenta al campesino en el terreno de una absoluta objetividad:  investigar en este terreno significa  muchas  veces  -si  no siempre- sacrificar los esquemas progresistas de nuestro ambiente ciudadano. Y esto pocos lo logran.

Por ejemplo, desde qué punto de vista puede afirmar Freire que el campesino, por  carecer  de conciencia crítica, no llega a la determinación de las causas ya que, según dice, se siente parte del universo y sumido en un ámbito mágico?

Dice en una parte de su libro: "En el  Nordeste  brasileño, es muy  común combatir la plaga de gusanos echando tres palos, en forma de  triángulo, en el lugar más castigado por éstos. En el extremo de uno de los palos hay un  clavo en el cual el campesino  inserta uno de los gusanos. Los demás gusanos, con "miedo", se retiran en "procesión" entre un palo y el otro".

Ahora bien, si el campesino advierte que los gusanos le arruinan la cosecha será porque ejerce con toda evidencia  una conciencia crítica. Esta consiste en haber objetivado el problema, o sea, para hablar el lenguaje de Freire, se "alejó" de la naturaleza, aunque en sentido contrario, hasta ese límite donde ya no forma "parte" de ella, a fin de determinar la causa del mal, y luego pensó en un remedio. La única diferencia entre el campesino y nosotros en este caso, estriba en el remedio, pero no en la actitud  crítica.  Es  ingenuo  pensar que existan grados en la actitud crítica de tal  modo  que,  extremando  ésta, se llegará al producto químico. El sistema de los tres palos y el producto químico son equiparables porque pertenecen a ámbitos  existenciales que tienen, cada uno de ellos, estilos propios de comportamientos. Pensamos, además, que el campesino consultó al  brujo y de ahí entonces el sistema de los  tres palos. Nosotros, en cambio,  consultamos al técnico y, si bIen éste no  nos va a aconsejar el  mismo sistema, de cualquier modo nos dará una sustancia equis, de la cual nada sabemos y nosotros la aplicaremos a los gusanos. El comportamiento estructuralmente es el mismo, sólo difiere el contenido.

Lino Spilimbergo "Seres humildes" óleo sobre tela (1923) 165x210 cm.

El problema está en saber por qué el campesino   prefiere  consultar  al brujo y no al técnico. Ha de ser por que lo primero es lo habitual para él, y  decir  esto  es  mucho.  El  mismo Freire hace mención de la existencia de un código que lleva al campesino a dar solidez y coherencia a sus comportamientos habituales. Pero Freire no saca las últimas consecuencias de esta afirmación. Propone, sin más, la problematización a fin de que el campesino adquiera el nuevo método. Si es así, casi sin decirlo, Freire propone una mutación de códigos, o sea el paso de una cultura a otra, sin profundizar la crisis existencial que ello trae consigo. En este punto falla el método.

¿A título de qué Freire señala la necesidad de que el campesino trueque sus métodos? Pues para sustituir un procedimiento mágico por otro que sea científico. Si se tratara sólo de los gusanos, es indudable que en este cambio el campesino podría beneficiarse.  Pero  no contempla el  hecho constatado de que ciertos remedios de la farmacopea indígena son eficientes, por lo cual, en este caso, la actitud  supuestamente mágica  pareciera responder a una serie de comportamientos científicos. 

Además, ¿se conoce con toda exactitud los límites que separan a la magia de la ciencia? La diferencia era muy clara para los positivistas franceses de mediados del siglo pasado. Pero hoy en día las cosas se han complicado. Un físico como Pauli considera que la comprensión de la naturaleza no se hace solamente con un criterio  de  causalidad  sino también de sincronicidad;  precisamente ese mismo criterio que lleva a un campesino a reunir tres palos para que los gusanos se retiren en "procesión". En este punto ya no se sabe quién está errado: si Freire que critica al campesino, o si realmente lo está éste porque no acepta  las sustancias químicas para combatir al gusano. El problema pareciera derivar a otro mucho más amplio.

La resistencia del campesino no se debe a que no tiene conciencia critica, ni a que no vea causas, ni tampoco a que practica aún la magia por que se siente aun "parte" de la naturaleza. Esta no es toda la verdad. La resistencia se debe ante todo a que lo respalda no sólo un código, sino un organismo cultural, en el que imperan criterios perfectamente conscientes y críticos, pero regidos según otro tipo de apreciación de tal modo que, si Freire insiste en que ellos utilicen métodos producidos por la ciudad, es porque le urge -no sólo a él, sino al cuerpo social al cual pertenece- incorporar al campesino a la vida económica de la ciudad. Esto lleva a la sospecha de que el problema del desarrollo no es sólo del campesino, sino primordialmente del ciudadano sudamericano. La urgencia de desarrollo por parte del ciudadano lleva a atribuir  al  campesino el papel de oveja negra del progreso de la ciudad. 


Lino Silimbergo "Paisaje de San Juan", óleo sobre tela (1929) 127x154 cm.


A esta conclusión se llega cuando predomina el educador sobre el antropólogo. Pero es que sólo invirtiendo los términos se logra dar sentido a la educación. La antropología es mucho más "real", en el sentido de corresponder más a un estado de cosas, que la educación.  Esta  no es más que una función y no sirve para resolver problemas sino dentro de un cuerpo cultural. Podrá haber una educación dentro de la  índole propia del campesino pero esto, por supuesto, no entraría en los intereses ciudadanos de Freire. 

Entonces, cabe preguntar: ¿Acaso el campesino está obligado a contribuir al progreso tal como lo entiende el hombre de ciudad? Es curioso que en el caso del Altiplano, el campesino se haya  mantenido  al  margen de  la cultura occidental. ¿Cómo explicar esto sino por su notable coherencia cultural para cuya comprensión no existen aún en Sudamérica criterios acertados?

Por ejemplo, uno de los argumentos centrales de Freire y también el de los desarrollistas a ultranza, es el de la oposición entre hombre y naturaleza, y la predicación consiguiente de que la misión del hombre, el punto en el cuál éste asume toda su libertad y toda su realización, estriba en el hecho de que su destino es transformarla. La idea es antigua. La puso en vigencia el positivismo de Comte, pasó luego a la praxis política a través de Marx y hoy se halla ampliamente popularizada. La idea pertenece al orden de las clasificaciones binarias, pero no opuestas, ya que cuenta con un concepto intermediario como lo es el de la necesidad. Esta lleva al hombre a transformar la naturaleza. La idea constituye la base de nuestra  cultura occidental. Pensemos que de ella parte toda una filosofía de la acción y adquiere, en el ámbito de la filosofía, la dimensión espléndida que le  confiere  Heidegger  al  mezclar  el ser con el tiempo. El mismo Freire saca de esta mezcla un gran provecho, porque pareciera no concebir a un hombre sino en dimensión dinámica. También los desarrollistas parten del concepto de un deber-ser dinámico del hombre, basándose en que este es un ente necesitado. Llegan incluso a afirmar, no sin maestría, que el único medio para lograr su ser es mediante la técnica. Coinciden, en este sentido, con el mismo Heidegger. 

Pero no cabe duda que la oposición entre el hombre y la naturaleza, y la consiguiente lucha por las necesidades y, finalmente, la transformación de ésta, no pasa de ser un mito que refleja, en gran medida, un prejuicio propio de la cultura occidental. Y digo prejuicio, porque no existe una absoluta conciencia de que el hombre realmente esté llamado a transformar la naturaleza. La transformación es relativa. Si hacemos estallar a la tierra con una bomba de hidrógeno, apenas si habremos transformado una milésima parte de la naturaleza. 

La verdad es que la naturaleza sólo es usada para consumo interno de la sociedad humana de tal modo que todo lo referente a la transformación no pasa de ser un mito. Si fuera así ¿qué finalidad tiene este mito?  Pues no más que la tener tensa nuestra voluntad en el quehacer menor en el fondo de la ciudad, y tomar conciencia de la necesidad del esfuerzo, en sociedades donde la anomia crece a la par de    su densidad. 




Constituye  un  mito catalizador, provocador de acción y de aliento, para remediar esta progresiva anomia en la cual nos va sumiendo la evolución de la civilización occidental. Porque nadie, en el fondo de la ciudad, se siente realmente transformador de naturaleza. Lo dije en un articulo anterior.  Las  transformaciones  se  las relegamos a las oficinas especializadas y haríamos muy mal en querer hacer la transformación por nuestra cuenta. 

Además, uno piensa si esta transformación mítica no es inculcada a la masa y, además, a los campesinos, en el fondo, para transferir a terceros la convicción profunda de que no somos totalmente los transformadores de la naturaleza. El mito, desde este punto de vista, responde a una psicosis colectiva de la burguesía sudamericana que sustituye, en parte y en razón quizá de un temor colectivo, la angustia ante un juicio final, parecido al que se esgrimiera a fines de la edad media europea. 

De ahí que, si se hace cargo al campesino de esta transformación, se comete un error, porque el buen campesino, en mayor medida que el hombre de la ciudad, está realmente transformando la naturaleza. De modo que si lo acusamos, ¿no será porque en el fondo le asignamos el papel de víctima expiatoria ante una labor que no hemos emprendido totalmente, ni en Sudamérica, ni en el resto del mundo occidental? Y esto, ¿por qué ocurre así?  Pues ha de ser porque el mito de la transformación canaliza de alguna manera la tremenda sensación de inseguridad en que vivimos en la ciudad sudamericana. 

No podemos evitar el punto de vista fenomenológico en este terreno. La naturaleza, quiérase o no, sólo es un contenido de conciencia, de cuya realidad podría dudarse en última instancia. Si bien esta afirmación no tiene por qué ser atribuida a un idealismo decadente, nos abre la puerta para  resolver un problema metodológico. Porque sólo en tanto consideramos a la naturaleza como contenido de conciencia, habremos de comprender  por  qué  el  campesino  "ve"  de otra manera a la naturaleza que nosotros, y  coloca  entonces tres palos para ahuyentar a los gusanos e insiste en rechazar los productos químicos. Precisamente en este "ver" de otra forma las cosas resulta imposible, por no decir nocivo, eso de mutar el ethos de un pueblo como pretenden los desarrollistas, o de inculcar el mito ciudadano de la transformación de la naturaleza como quiere Freire. Una mutación real sólo se podría llevar a cabo sustituyendo los sujetos y eso es inhumano. 

El  concepto de la transformación de la naturaleza no abre sino que cierra la posibilidad de comprender lo que pasa con el mundo indígena. Lévi Strauss,  por ejemplo, y en especial Verstraeten inician, desde un punto de vista estructural, una amplia comprensión  de  la  cultura  "salvaje" como la denominan los franceses. Pero como ambos autores son marxistas y parten del concepto de un enfrentamiento de hombre y naturaleza y,  por  consiguiente, de un especial concepto de la necesidad, es natural que  terminen  por  preguntar,  como buenos occidentales, el motivo por el cual el pensamiento "salvaje" no llega    a  la  praxis,  aún  cuando  los  sistemas de clasificación producidos por éste parecieran,  como  lo  define  Lévi- Strauss, pero rechaza Freire, un pensamiento de lo concreto, o sea, de la naturaleza. Y lamentarse de eso, no obstante  los  sesudos exámenes del mundo "salvaje" significa calificar a los primitivos como marxistas abortados, lo cual es gratuito. 

El  mito de la transformación, reducido a la interacción entre hombre-necesidad-naturaleza,  responde  a una abstracción y, por consiguiente, corre el riesgo de ser falso. Y como es una abstracción europea, sirve sólo para calcular los remedios que deben arbitrarse, pero sólo para el ámbito occidental y no para los campesinos. Estos, como suponemos todos, tienen necesidades. Pero es curioso que no siempre acepten las soluciones que los agentes del desarrollo le proponen. ¿Por qué? 

Si se toma en cuenta el ámbito existencial en el cual vive un sujeto, cabe afirmar, a las luces de  un examen fenomenológico, que no ha de sentir  necesidades durante todas las horas del día, sino eventualmente. Sería normal que siempre las sienta. Si así fuera, como es lógico, perdería la razón. Por eso cabe pensar que todas las necesidades,  malo  o bien, tendrán su respuesta. 


Lino Spilimbergo "Calle de San Juan" (1929)


Los chipayas, por ejemplo, tienen una situación económica que desde el punto de vista de la economía occidental, es absolutamente indigente. Pero esto mismo no quiere decir que no hayan encontrado respuestas para sus  necesidades.  Crían  chanchos  y ovejas y, además, se alimentan con  pequeña raíz que crece en la zona. Si bien su alimentación no llega a cubrir las calorías que exige el organismo humano (de acuerdo con los cálculos  occidentales)  sin embargo, han encontrado una forma de cubrir, aunque rudimentariamente,  sus necesidades.  Es evidente que desde un ángulo lógico cabe destacar una necesidad, pero también  una respuesta que se correlaciona con aquélla. Dice Lévi-Strauss al respecto que "en las denominadas sociedades primitivas'... nos encontramos ante sociedades más ampliamente libres con respecto al determinismo natural en el sentido de que el hombre y las condiciones de su existencia están todavía esencialmente determinadas por sus sueños, por sus especulaciones, y que a causa del bajo nivel económico, el hombre goza con respecto a la naturaleza de una autonomía mucho más vasta que en el futuro", porque en este futuro ve una humanidad como la nuestra que apunta a "una esclavitud progresiva... al gran determinismo natural". Es la distancia que media entre los chipayas y nosotros. 

Ahora bien, si los chipayas han encontrado respuestas para sus necesidades, dentro siempre de una coherencia cultural propia, ¿qué sentido tiene descartarlas por deficientes y aconsejar, como se ha hecho, a que se trasladen a Santa Cruz o que mejoren su ganado y siembren sus tierras, o sea en sustituir las propias soluciones por ajenas? 

¿Se podrá desintegrar sin más la cultura chipaya, aislar analíticamente el tipo de respuesta a su necesidad. y sustituirla por otras que parecen "más convenientes" desde el ángulo occidental?  Se diría que el aislamiento    de  la  necesidad por abstracción, atrae consigo una cierta fe en la mecanización de las respuestas. Por eso,  cuando se aconseja el traslado de los chipayas a Santa Cruz, se responde a esa mecanización de las respuestas. Y esto no es fomentar el desarrollo, sino sustituir el desarrollo chipaya por el occidental.  Es  incurrir  en lo  que previene Oscar Lewis, o sea, ver el problema de los chipayas a través del tamiz de la clase media ciudadana. 

La abstracción analítica tiende a ir acompañada por el prejuicio de que lo abstraído  (la necesidad en este caso)  es apenas un componente de una totalidad (o sea la cultura chipaya), de tal modo que concibe a esta totalidad como constituida por acumulación y no por una especie de coherencia orgánica. Entonces ve a la cultura chipaya como un cúmulo de cosas,  entre las cuales se encuentra, entre otras, la necesidad, lo que, como es natural,  Ileva a pensar que las respuestas a ellas son perfectamente trocables. 

Ahora bien, si el criterio de desarrollo es erróneo porque siempre se topa uno con la dificultad de mutar, habrá que emprender otro camino consistente en no ver sólo el hombre sino también la cultura constituida por él. Esto lleva al problema de la índole de la cultura. Radcliffe-Brown dice que la palabra cultura "no denota realidad concreta alguna sino una abstracción". Este autor rinde culto, de esta manera, al neopositivismo anglosajón.  Lévi-Strauss, en  cambio, considera que puede ser tomada en cuenta. Pero si bien la investigación moderna no considera a la cultura como una totalidad orgánica y supraindividual  tal  como  la  pensaba   el romanticismo alemán, como ser Frobenius, Spengler o Spranger, y luego los culturólogos posteriores, como el caso de Gräbmer, sin embargo en Sudamérica cabe restituir ese concepto. Y resulta eficaz porque ayuda a comprender de alguna forma, por ejemplo, la conducta específica del campesino del altiplano. Por eso, si  la cultura no se acepta como entidad biológica, habrá que tomarla, al menos, como un código que brinda al individuo una coherencia de sentido en su existir.


Lino Enea Spilimbergo "Cholas bolivianas" (1939), óleo sobre madera, 150 x 125 cm.


En nombre de ese código, las necesidades de un chipaya no pueden ser entendidas en forma aislada, sino dentro de la coherencia cultural del mismo. Asimismo cabe pensar entonces que existe un tipo de necesidad propia del chipaya y otra, propia de un integrante de la clase media ciudadana. Para este último la necesidad es remediada con el pan, la maquina y los traslados turísticos y, para aquel, en cambio, con el pan y los rituales. 

De esta manera y con referencia al desarrollo conviene insistir en que existe  una forma exterior de entenderlo y otra interior. Ambas formas se  distancian   en  la  misma  manera como se diferencia el entender del comprender. Este último compone, totaliza, aquél en cambio desarma y desmonta las piezas. 

Ahora bien, la importancia del código cultural se advierte en el juego existencial que se entabla cuando el agente de desarrollo enfrenta al campesino. El encuentro de ambos no se comprende si se lo considera como el enfrentamiento de dos sujetos,  sino, al  menos  por  parte del  campesino,   (como también lo advierte muy bien Freire) como a partir de una identidad entre yo y mundo.  A las luces de una investigación moderna no existe el yo en forma aislada sino fundido a su hábitat. Por eso, la actitud existencial  de  un  campesino  es  negativa cuando se le enfrenta al agente del desarrollo. El agente en si pasa a incorporarse a lo otro, eso que se da ante el yo, que si bien está íntimamente ligado a éste, sIn embargo es visto como algo que no es el yo y que, por eso mismo, se da en términos de hostilidad. 

De ahí entonces que la primera reacción del campesino sea de recelo en términos de "qué quiere este hombre de mí". La novedad propuesta por el agente desata en el campesino un mecanismo afectivo por la irrupción in- habitual del agente.  A su vez, la afección especialmente  en este caso, abre, como dice Sartre, un conocer y un valorar en términos absolutos, según los cuales el rechazo es, en lo más profundo, total. Por este lado se entiende la negativa aymara, la que a través del "janiwa" se cierra a toda clase de comunicación. 

Pero como esta situación no puede sostenerse ilimitadamente, el campesino recurre a su código natural, o sea a sus "costumbres". Este mismo término no encierra toda la dimensión real del problema. Recurrir a las "costumbres", o decir  "son costumbres de nuestros antepasados"  implica, ante todo,  retomar  un  mundo  habitual ante la presencia in-habitual del agente de desarrollo, a fin de recobrar el fundamento de su existir, el código cultural en suma.  ¿Por qué?  Pues porque  el código cultural brinda la  posibilidad de ser, el proyecto de su existir, su  realización, que  no  tiene por qué terminar en la tecnología. Y esto se da en el sentido contrario de lo que el agente cree traer consigo. Si éste recomienda la instalación de un servicio o la confección de una cama, lo hará de acuerdo al código cultural occidental, en el que, aquéllos objetos están justificados por una racionalización de la necesidad hasta el punto de considerarlos "naturales". El campesino pensará todo lo contrario. "Natural" para él será no tener servicio, ni cama, porque su código no los incluye. 

También la siembra en determinada época del año y no en otra, los samiris, o el respeto de la nayra u ojo de la papa, están reglamentados por el  código  cultural  o  sea que sirven de jalones para normar y valorar el quehacer cotidiano para facilitar la existencia del campesino, su pro-pección hacia el futuro a fin de cumplir con su vida. Y es más, el código cultural brinda al campesino un domicilio en el  mundo,  con  proyectos habituales con los cuales el existir en si se torna viable y no se deshace en angustias. 

Y es más. Agreguemos a esto que también el agente del desarrollo siente su domicilio bajo el amparo de su institución  y,  detrás  de  eso,  en  el mundo habitual de su ciudad, respaldado por la cultura occidental. En este sentido el campesino y el agente se equiparan, la problemática existencial los uniforma pero los separa el contenido del código cultural. Y no se puede mutar un código por otro.
Ahora bien, ¿en qué consiste la índole especial del código cultural del campesino? Sin entrar en detalles, ya que gran parte de dicha peculiaridad Ia  exploré  en  publicaciones  anteriores, cabe mencionar la comprobación de los puntos importantes que efectuara a raíz de las clases pasadas con los campesinos del altiplano en la Universidad técnica de Oruro, sobre el pensamiento de estos. 


Mi propósito era constatar los datos recopilados en investigaciones anteriores y, así mismo, ver si aceptaban o no lo que yo creía que eran las líneas generales de  su sentido de la vida. Durante las dos primeras clases fue sumamente difícil lograr con ellos una comunicación. Lo atribuí al orden conceptual en el cual yo me desplazaba aún cuando solía acompañar con dibujos muy concretos mi exposición. 

Recién en la tercera clase conseguí, por parte de ellos, una amplia participación. Mi exposición giró a grandes rasgos  en  torno  a  los  siguientes conceptos:

1) Descripción de la vida cotidiana del campesino, en especial haciendo notar el enfrentamiento con una naturaleza demasiado fuerte.
2) La concepción del hombre entre los campesinos, que pareciera consistir en hacer especial hincapié en el chuyma (o corazón) como centro de la  personalidad, desde  donde  se  promueven los juicios y las valoraciones.
3)  La  ausencia  del  sentido  del cuerpo, ya que especialmente en quechua aquel es denominado uk'u o sea cavidad interior.
4) La denominación antigua que, según Bertonio, tenía el ayllu (o comunidad), y que era hatha, término este que significa  también  "semilla de todas las cosas".
5) Las vinculaciones entre los términos   hila  (hermano),  hilarata (término éste aportado por ellos y que significa "el que se destaca"), hilakata (jefe de ayllu) e hilaña, crecer.
6)  La ausencia de un tiempo uniforme y eterno, ya que en quechua, según  lbarra  Grasso,  huñay (eternidad)  también  significa  crecimiento. 

A raíz de estos ejemplos centrales, así  como  muchos  otros  vinculados con ellos, les demostré que la concepción  del  mundo de ellos tiene una especial preferencia por los acontecimientos más que por los objetos y, además, que todo lo conciben en términos seminales de crecimiento, ya que el hombre, las plantas y el ayllu, todo esto, se vinculan con conceptos que hacen referencia a dicha seminalidad. Finalmente, concreté esta forma de ver el mundo con la expresión ucamau maundajia (el mundo así es) que me expresara cierta vez un yatiri de Tiahuariaco. 


Lino Spilimbergo "Tres indios" 

Los campesinos parecían confirmar mi exposición y en ciertos momentos, incluso intervenían a fin de redondear determinados puntos de la misma. Pude observar asimismo cierta  sensación  de  plenitud  en  ellos cuando logré comunicarles estas ideas.  De  cualquier  modo, el curso sirvió  para  confirmar  en  gran  parte que el código cultural del campesino es, evidentemente, diferente al que esgrimimos como clase media ciudadana. 

Para comprobar cómo este código funciona  en el ambiente rural cabe mencionar lo recopilado en un trabajo de campo efectuado también en el mismo año. Se llevó a cabo en la localidad de Eucaliptos distante unos ochenta kilómetros al norte de Oruro. A unos mil metros de dicho lugar existe una especie de mesera y, sobre ella, ante unas construcciones, un yatiri  de  nombre  Tata  Mauricio,  suele oficiar un ritual. 

Las construcciones consisten en un calvario situado cara al sur, con tres cruces y tres nichos, en uno de los cuales hay también una cruz. A unos pocos metros hacia el este, hay otra circular de un metro de alto hecha con ladrillos de adobe. Esta última es denominada Anchanchu, que, según Paredes, es una deidad siniestra que causa males, habita parajes desolados y se relaciona con el huracán, con los remolinos de viento y con los temblores de tierra. Suele estar figurado por un hombrecito anciano pero muy fuerte, que atrae a sus victimas y les da muerte.

El  ritual  en  si  se  divide  en  dos partes. La primera, que dura hasta las doce del mediodía, se desarrolla ante el  calvario y en  ella se manipulan misterios que representan a los santos, al Señor, a la cruz, pero también bastones de mando y otros símbolos. La segunda parte se realiza cerca del Anchanchu. En este caso el yatiri utiliza elementos negativos como masa negra, chiuchis, cigarrillos, huevos etc. 

Culmina el ritual con un sacrificio de un cordero al cual se arranca el corazón todavía palpitante y, finalmente, se efectúa una comida ritual de la carne del mismo. Los huesos, como se suele hacer en estos sacrificios, son incinerados. 

Pero lo curioso del caso es que este santuario apunta primordialmente a sacralizar  los camiones nuevos. Estos son colocados entre el calvario y el Anchanchu y en ellos se deposita también una masa o preparado ritual, así como el corazón obtenido durante el sacrificio. 

Ahora bien si seguimos a Freire podríamos pensar que la compra del camión y su utilización comercial, corresponde ya a una visión casualista y aculturada. Sin embargo lo cierto es que no obstante la aculturación, el camión es sacralizado mediante un ritual. Freire denominaría a este procedimiento como un simple "baño purificador". Pero su significado pareciera más hondo. 

Pensemos, ante todo, que las construcciones tan cuestión hacen referencia, por una parte, a un dios positivo denominado Gloria, en este caso dedicado a la Virgen y, por el otro, a un dios opuesto como lo es el Anchanchu. El esquema en si corresponde al mismo que se utilizaba en la religión precolombina, en la cual, según pude averiguar, existían también dos divinidades opuestas, el Pacha-yachachic y otra vinculada al Guanacauri. A su vez, entre ambos, se colocaba el kaypacha,  o  mundo  de  aquí, con su acontecer, como lo simbolizaba el camión. Se trata de una concepción que varió en el contenido pero no en el arquetipo y esto hace notar que la actitud mental, o apertura hacia el mundo, sigue siendo la misma. 

Por este motivo, mucho más que un "baño purificador", como quiere ver Freire, se trata ante todo de una aculturación al revés. El ritual en si me hace notar la absoluta supervivencia de un código cultural que no sólo contiene un pensamiento que se expresa en términos seminales, originados quizá en el mundo agrícola que también extiende ese pensar a los utensilios que provienen de la cultura occidental, como lo es el camión. Se trata, en suma, de un sincretismo religioso y cultural, en todo caso efectuado a medias, ya que mantiene con toda  firmeza el punto de vista del campesino. Como se ve  ambas experiencias,  la de las clases como este trabajo de campo, señalan que superviven de un ethos cultural. Y no sólo esto. Además sirve, para  comprobar que el código cultural campesino no ofrece  problemas  para  su  desarrollo interno, como lo demuestra el caso de Eucaliptos, en cambio si puede ocasionar serios prejuicios para la su pervivencia de los campesinos, planear un desarrollo que pretenda "mutar el  ethos". 

En suma no cabe duda que el desarrollo trabaja sobre una contra- dicción que no logra resolver. El desarrollo, especialmente si apunta a recobrar a la persona, mucho más que al individuo, no puede planearse unilateralmente, desde el punto de vista occidental, sino que tiene que tomarse en cuenta el punto de vista del sujeto a desarrollar, en este caso, el campesino. 

Por eso, previo a la acción del desarrollo,  es  preciso  investigar  no  la acción a desplegarse, sino ante todo la contradicción que esa acción genera en cuanto se toma en cuenta la índole propia de la cultura indígena. Porque es inútil que se plantee una acción sutil  como la que propone Freire, o más inquisitorial como la de DESAL, porque uno y otro no hacen sino perpetuar la contradicción, sin resolverla, ya que obran mediante  la supresión del sujeto a desarrollar. Por eso resulta muy poco científico Veckemanns cuando afirma (pág. 118) lograr "la Iibertad del otro, solamente a través de sus valores científicos y tecnológicos", por ejemplo. Esto suena bien para nuestros ideales de clase  media  pero carece de sentido para un campesino. Una acción desarrollista no puede sino derivar en la generación de poblaciones marginadas, o en la retracción de comunidades indígenas que prefieren perpetuarse en su miseria antes que perder el sentido de su vida.

¿Cuáles han de ser, entonces, las bases para un desarrollo real?  Muy difícil  y  demasiado prematuro seria enunciar un plan completo. Pero, de cualquier forma, creo que es imprescindible tomar en cuenta ya determinados puntos. 

Ante todo, el desarrollo en el Altiplano no puede efectuarse sino sobre la  base  de que existen dos culturas, una campesina y otra ciudadana, y que es pérsico tomar muy en cuenta tal código cultural de aquella.

Además, toda acción desarrollista debe planearse sobre la base de una seria crítica de la cultura occidental y marginada de la cual se parte. Porque, pensemos, ¿puede una sociedad competitiva como la nuestra, minada por un sin fin de problemas, servir de modelo para integrantes de la otra cultura? La sociedad brasileña por la cual lucha Freire, y de la que hace una amarga descripción en uno de sus trabajos, quizá demasiado pobremente inspirado en Fromm, ¿no es acaso, como la nuestra, una sociedad totalmente amorfa desde el punto de vista occidental?  Ante las dos posibilidades que se esgrimen como sociedades ideales para el mundo moderno occidental, la cristiana por un lado, y la socialista por el otro, ¿no será que un verdadero plan de desarrollo debería crear un nuevo modelo de sociedad que reabsorba las contradicciones en que se debate Sudamérica?

Pensemos sólo, primero, que aún no se han investigado determinados aspectos de la vida campesina, a fin de averiguar en qué dimensión nos puede servir como ejemplo inspirador para esta deficiente vida ciudadana que vivimos en América y, segundo, ¿será nuestro destino parecernos realmente a Occidente?


Lino Spilimbergo "Montañas de Samay Huasi" (1941)


Para lograr este último punto es muy importante creer un poco menos en el desarrollo, a fin de no tomarlo como un deporte mesiánico y creer, en cambio, un poco más en el hombre que se escuda detrás del campesino. Pensemos sólo que la impermeabilidad demostrada siempre por el campesino en el Altiplano es una simple manifestación de una hostilidad que la  misma  América  ha  demostrado siempre a nuestros planes de gobierno o de partido. El problema del campesino no es, en el fondo, un problema propio de él, sino nuestro, el de la burguesía americana acomplejada, estéril y desubicada.

Una versión en word de este texto la pueden hallar en la Revista Hoy en el servicio social  Nro. y Fecha: XXV, diciembre de 1972. Comité Directivo: Trabajadores Sociales Juan B. Barreix y Luis R. Fernández. Publicado por: Editorial ECRO. Buenos Aires, disponible en el Blog Reconceptualización y Trabajo Social Crítico 
Pinturas de Spilimbergo extrídas de: http://www.paseosimaginarios.com/artistadelmes/spilimbergo/1.htm