viernes, 24 de mayo de 2013

Fuerza del corazón (Leopoldo Marechal, del Megafón o la guerra)


- Tu pelea- le dijo Troiani-se ajusta más a la poesía que al arte militar.
- ¿Es un inconveniente? – le preguntó el Autodidacto.
- No es un inconveniente – repuso Troiani cuyos ojos de acero relampaguearon-: ¡es una tentación! Los grandes hechos de armas no abundan en la historia, se desarrollaron como teoremas poéticos. Un Aníbal, un Napoleón o un San Martín son poetas en acción de combate o guerreros en acción de poesía. Lo que te hace falta es un equipo bélico entrenado en la costumbre poética del coraje.

San Martín, Rosas, Perón (Alfredo Bettanin, 1972)
Se rascó la nuca en un gesto dubitativo:
- Sí- repitió-, el coraje. Pero, ¿de qué coraje me hablas ahora?
- ¡Yo no dije nada!- protestó el Oscuro.
- Muchacho –le aclaró Troiani-, quise decirte que necesitarías peleadores de "coraje militar" o peleadores de "coraje civil".
-¿Cuál es la diferencia?
-La diferencia está en el significado mismo de la palabra coraje: "fuerza o esfuerzo del corazón". El coraje militar se basa en los armamentos, en los uniformes jerarquizados, en los códigos de subordinación y disciplina, en un ordenamiento de hombres, técnicas y útiles que le da una sensación de seguridad interna frente a la inseguridad externa propia del mundo no castrense. Si lo arrancamos de su medio natural o si lo abandona él mismo para lanzarse a la esfera civil, el militar se ahoga como un pejerrey fuera del agua: se agita en resoplidos y coletazos inútiles. Por eso los militares fracasan en el gobierno civil. ¡Muchacho, no entienden a la civilidad! ¡Patricia, no dan pie con bola!
-¡Y cómo es el coraje civil? -le preguntó el Autodidacto.
-Es un coraje sin polvorines - dijo Troiani-. En la ofensiva y en la defensiva sólo usa o la inteligencia o la imaginación o la sensibilidad, porque ha de adaptarse a lo contingente de su batalla con el pecho desnudo. ¿Querés que te diga lo que descubrí en la pisión de Magdalena, viviendo con los civiles encarcelados? Sólo el coraje civil responde actualmente a la definición de la palabra  El coraje militar se ha reducido a una mera costumbre administrativa. ¿Y sabés por qué? Porque ya no hay "soldados" ni en el país ni en el mundo. Ahora sólo tenemos "fuerzas armadas".

Extraído de: Marechal, Leopoldo (2007) Megafón o la guerra. Buenos Aires, Seix Barral. Primera ediciòn de 1970, año de la partida de Marechal.


martes, 7 de mayo de 2013

Sabiduría de América (por Rodolfo Kusch)


¿Qué queremos decir cuando nos afirmamos "objetivos"? ¿Qué hay con la subjetividad? ¿Será que somos "turistas espirituales"? Maravilloso texto de Rodolfo Kusch sobre este tema aún no resuelto que debe ser tan antiguo como la colonización misma.

Rodolfo Kusch en Bolivia
(En América Profunda, 1962)


Así retornamos a Santa Ana del Cuzco, donde nos topamos con el mendigo y nos encontramos otra vez en el mismo punto de todo turista: buscamos un sentido a esa distancia que media entre nosotros y todo aquello que sentimos tan lejos.
Por eso se hace importante la objetividad. Esa misma que utiliza el buen burgués cuando quiere tomar conciencia de una situación política o un problema comercial, o cuando un lector se refiere al criterio empleado por un periódico y alaba su objetividad porque toma en cuenta todos los elementos de cualquier situación. Detrás de todo eso hay un culto al objeto, al mundo exterior, una especie de culto a las piedras.
Esta obsesión ciudadana de la objetividad es indudablemente un prejuicio occidental y es propio de quien está en un patio de los objetos. También en el patio se reúnen los vecinos a hablar mal de los otros, "objetivamente".
Pero en el occidente, como en el patio del conventillo, la objetividad cumple además otra finalidad: permite la salida de sí mismo y fijarse en el mundo exterior, casi como si uno se dedicara a pasear para no estar preocupado. El mundo exterior, y su culto nos permite distraernos de nuestra intimidad. La ciencia, que es el culto al objeto porque cultiva a la naturaleza y a sus leyes, sirve al hombre moderno para escabullir su intimidad y hacerse duro y hasta mecánico. ¿Será que la objetividad ha servido para cancelar la importancia del sujeto? Algo de esto debe haber, porque el occidental necesita recurrir al oriente o al psicoanálisis para hallar su subjetividad.
Y esto es así porque occidente es el creador del objeto. Ni el oriental, ni el indio quichua, ni el papua tienen ese problema: ve la realidad como pre-objetiva y, ni siquiera ellos mismos son sujetos, sino que son una pura y animal subjetividad. Eso no lo ve el occidental. Pero él está, sin embargo, en la pura subjetividad: los rascacielos, las calles, las ciudades, todos son materializaciones de cosas subjetivas, aun cuando sean pura piedra o acero. Un automóvil es la material subjetividad de un ingeniero, un sueño delirante hecho realidad.
Pero si en el occidental la obsesión de la objetividad es heroica, en nosotros es simplemente gratuita. Con la objetividad tratamos de tapar lo que no queremos ver. La necesidad de construir una fábrica impide ver el potrero que hay debajo. En la misma forma tratamos de no ver lo esencial en las calles de Cuzco. La arqueología y la etnología convierten al indio en una cosa mensurable que situamos en el patio aquel de los objetos. ¿No ocurre lo mismo cuando se habla de "peronismo"? Se lo rechaza objetivamente sin saber que esencialmente forma parte de nuestra subjetividad.

Milagros Salas, referente del Movimieto Tupac Amaru (Jujuy) en una celebración a la Pachamama

Si no hiciéramos así, tendríamos vergüenza. Por eso nos esmeramos en afirmar que vemos las cosas tal como son, sólo para ocultar nuestra subjetividad, que es la única manera como vemos todo.
Pero, además, la objetividad nos permite la comodidad de sentirnos turistas en cualquier lugar. Es el caso del Cuzco. El indio pasa ante nosotros y lo vemos como un objeto-indio, que nada tiene que ver con nosotros. Somos en ese sentido turistas espirituales. En todas las situaciones que se nos plantee en América, ya sean económicas, culturales e incluso cotidianas, empleamos la objetividad como una manera de aislar nuestra calidad de sujetos frente a eso que se da afuera. No es más que una manera de no afectarnos, de estar cómodos, como en casa o, mejor dicho, como en el patio de la casa, rodeados de nuestros amables vecinos.
Y, en tanto hacemos eso, no somos sujetos vivientes sino sujetos universales y teóricos, ya que nada nos liga al objeto-indio, sino un afán evidente de evitar un compromiso con la realidad y, secretamente, de convertir a ese pobre indio en un mercader. ¿Sería el mercader el secreto de la objetividad?
Pero es curioso como armamos esa objetividad. Está apoyada en el coche que pasa, en la moneda, el recuerdo del viaje acelerado en el tren mecánico y ruidoso, todo eso sostiene y apuntala nuestra impermeabilidad y nuestro turismo espiritual. La calidad artística de un cuadro, la mención de las técnicas pictóricas, los púlpitos tallados y la explicación impresa en algún folleto para turistas, nos hace ver que todo está medido, exacto y previsto, como para mantener la distancia necesaria y salvar nuestra responsabilidad de sujetos observadores, frente a una realidad que es aparentemente objetiva y lejana.
Pero mentimos. Hemos colgado nuestra responsabilidad de los objetos en vez de llevarla adentro. Así lo hacemos en política y nos salvamos. Es ese "qué me importa" tan argentino: nos sirve para huir, pero dejando en alto la objetividad. Es porque nada tenemos que ver con nada.
Así iniciamos el culto a lo exterior a costa de lo interior. Es el culto del automóvil del nuevo rico, o de la copiosa bibliografía de nuestros pensadores universitarios o del vago progresismo de nuestro buen industrial. Es el afán de quedarnos en el simple automóvil, la bibliografía o el progresismo y ver siempre delante, una realidad lejana y objetiva.


¿Pero cómo hacer para revalidar el margen de subjetividad que necesitamos para reencontrarnos y tratar de despojarnos de esta concreta y práctica objetividad en que nos hallamos embarcados y que nos da este tinte endemoniado de un pueblo exclusivamente mercader?
Dada la situación, sólo nos puede redimir una especie de biblia o escrito mesiánico, porque sólo así habremos de encontrar un escape a todo ese mundo que reprimimos para ser objetivos. Se trata de hacer una operación quirúrgica para introducir la verdad en la mente de nuestros buenos ciudadanos.
Manuscritos como la biblia hicieron algo que nuestra literatura técnica, y menos aun la no-técnica no ha hecho, y es el de escribir desde el punto de vista de la vida y no de la razón. El problema del mero estar comprende la pura vida de un sujeto. Pero nosotros nada sabemos oficialmente de la vida.
En nuestro caso es casi tan absurdo quizá como querer hacer una biblia para ladrones, a fin de que ellos vean reflejada su desnudez de ladrón en un manuscrito santo; cosa ésta que por otra parte sería muy natural y hasta muy útil de hacer. O, mejor, tendríamos que hacer una biblia para renegados o, para reprimidos, que juegan muy mal su papel de advenedizos.
La necesidad de concretar un dogma surge como consecuencia natural del hecho de haber sondeado las cosas de América. Esta supone una forma especial de vida y por lo tanto ha de expresarse en un verbo. Toda forma de vida toma un signo tácito que la expresa, en torno al cual se consolida y gana su salud. Por eso mismo el verbo que exprese a América distará mucho de ser pulcro, porque tendrá una desnudez vergonzante y hedienta.

Puerta del Sol, Tiawanaku (Bolivia)
La toma de conciencia de nosotros mismos como sujetos ha de tener el mismo efecto que, cuando un católico, un judío o un protestante se ven imposibilitados en continuar las prácticas estereotipadas de sus respectivos cultos, y retornan a su antigua fe, bebiéndola nuevamente en sus fuentes originales. Hacer esto en un siglo tan poco creyente como el nuestro, implica una labor penosa que puede incluso avergonzar. Es vergonzoso creer efectivamente en Adán y Eva en medio de tanta técnica y tanta ideología práctica, como las hay hoy en día. Por eso el creyente que retoma las fuentes de su religión terminaría hoy siendo un hediento, aun cuando ello no fuera en sí mismo reprobable. Y eso ocurre porque las viejas raíces vitales siempre hieden, porque nos afean esa aparatosa pulcritud a que nos hemos acostumbrado.
Y lo mismo habrá de ocurrir si lo hacemos con lo americano. Si elaboráramos una concepción del mundo sobre la base de los elementos recogidos en los primeros capítulos, también terminaríamos avergonzados. Habríamos conseguido la verdad sobre nuestra condición verdadera de estar aquí en América, pero nos sentiríamos como despojados y harapientos, porque eso estaría en contradicción con nuestro ideal como argentinos y occidentales, consistente en ser pulcros y aparentemente perfectos.
Sin embargo es preciso intentarlo. Y lo haremos casi como si lo hiciese el viejo yamqui, suponiendo que hubiese ido a la universidad y estuviera entre nosotros y que, escandalizado de tanta soberbia, hubiese volcado su sentimiento americano en los moldes técnicos y objetivos que manejamos hoy en día. Mas que sentimiento volcaría una filosofía de la vida nacida en el quehacer diario del pueblo, como ser la que vive el indio que sorprendemos en las callejuelas del Cuzco o la del campesino de nuestra Pampa o, más aún, la del paria que habita al amparo de nuestra gran ciudad, olvidado de todos y con ese su miedo atroz de perder su sueldo o de que lo lleven preso injustamente. Así lo haría el viejo yamqui y haría muy bien, porque sólo así volveríamos a tomar esa antigua savia de la que nos han querido separar.

Tanto las imágenes como el texto han sido digitalizados por el blog Didáctica de esta Patria.

¿Saber o sabiduría? (por Rodolfo Kusch)


(por Rodolfo Kusch en: Charlas para vivir en América)

¿Por qué decimos "ya sé, ya sé"? ¿Qué queremos decir con la pregunta "cuándo vas a aprender"? ¿Y cuando decimos "ya agarré" para referirnos a algún conocimiento? ¿Qué sabemos de nosotros mismos? ¿Qué saber enseñamos a nuestros alumnos en las escuelas? ¿Saber pulcro o saber tenebroso? En este hermoso texto, Rodolfo Kusch, el gran pensador, filósofo y antropólogo argentino, nos da las claves para pensar - entre otras cuestiones- qué sabemos de nosotros, qué creemos que sabemos, qué enseñamos... 


Rodolfo Kusch en Bolivia


Desde niños nos suelen decir con cierto desprecio "Cuándo vas a aprender". A la vida la vemos siempre como algo en donde tenemos que adquirir determinados datos para enfrentar las vicisitudes. Y en esto nos puede haber ido bien o mal. Si nos va mal, nos queda un raro modismo. Cuando el jefe o el amigo nos explica algo decimos de inmediato "Ya sé, ya sé". Nos urge saber, o en todo caso simular algún saber.
Se diría que aunque nos esforcemos en saber, siempre nos queda la sensación de una leve ignorancia, que flota detrás del dato recién aprendido, y que seguramente se manifestará el día de mañana cuando aparezca la novedad que nos hará ver que nada sabemos o que nuestro saber es anticuado. Por otra parte siempre habrá en otros lados mejores máquinas, mejores procedimientos, más libros y más saber.
Y esto poco o nada remedia la enseñanza. Suele haber serias contiendas entre profesores de una misma materia pero de distintos cursos. Concebimos la enseñanza como una fabricación en serie. Es natural que si el profesor del primer año no pone la rueda el de segun­do no tiene porqué ajustar las tuercas. Pero es inútil. Porque aunque el de primero diga "ya sé, ya sé", y aun­que el de segundo truene con aquello de "¿y cuándo aprenderá?", el alumno igual pasará entre el fragor de los dos y seguirá algunos años más para egresar al fin y decir al prójimo, también "ya sé, ya sé", aunque no sepa nada. Y esto no sólo es propio de la enseñanza, sino que también se da en el plano nacional y hasta continental. Fuimos formados en América bajo la tenante pregunta de "¿cuándo vamos aprender?" y proliferamos en instituciones precisamente como una forma honesta y sincera de responder, y, un poco, para decir lo mismo que el alumno aquél: "ya sé, ya sé", aunque nada sepamos.
Pero de esto estamos seguros e incluso hartos. Por eso nosotros siempre envidiamos el desparpajo con que un porteño se burla ante la exposición que alguien hace de sus conocimientos, y no pudiendo con su genio dice groseramente: "Cómo sabe". ¿Qué dice con eso el porteño? Pues debe ser en cierta medida algún antídoto para frenar tanta adquisición de datos nuevos. Al fin de cuentas con un "ya me las voy a arreglar" trata de hacer frente a las situaciones con la pura y absoluta ignorancia. ¿Y eso está mal?
Pero el porteño dice también, un poco para salir del paso, "ya agarré". ¿Y esto qué significa? Se diría que el saber supone una cosa, que se "agarra" con todas las consecuencias: algo exterior, ajeno a uno, y que debe ser adquirido sin más como un par de zapatos. Si así fuera, no deja de ser sospechoso saber mucho. Seria algo así como "haber agarrado mucho", o tener un sin fin de conocimientos-cosas como quien tiene propiedades. Y el porteño tiene razón. Solemos saber mucho sólo para mostrar todas las cosas que tenemos. Más aún, sabemos para "ser alguien". Algo de esto debe haber porque no por nada se dan los pequeños pedantes que agregan a su buena posición social o docente, un brillante despliegue de datos inútiles. Tenemos mucha urgencia de ser lúcidos y lo hacemos mal.
Pero veamos otra cosa. Si el saber lúcido crea tantos problemas, la ventaja debe estar en su opuesto, en algo así como el saber tenebroso. Si el saber lúcido de cosas que se "agarran" y se esgrimen nos torna un poco ficticios y hasta inmorales, el saber tenebroso debe salvar nuestra moralidad.
Pero he aquí que chocamos con la razón. Si el saber lúcido dice que dos más dos son cuatro, el tenebroso dará otro resultado. ¿Cómo es eso? Pues es muy simple. Cuatro chocolatines para un niño hambriento no es lo mismo que para un niño satisfecho. El deseo o la satisfacción hacen que no sea verdadero ese axioma matemático dé que cuatro es igual a cuatro. La vida se encar­ga de turbar el rigor de los números. La angustia, el amor, el odio tornan al saber lúcido en algo tenebroso. Y he aquí el problema: de este saber tenebroso nadie nos habló. Lo esgrimen sólo los porteños diciendo "cómo sabe", o "ya agarré" o "ya sé". Y ahí queda todo.
Los aztecas en cambio solían concebir la educación como una formación del rostro y del corazón. El rostro era la máscara que cada uno necesitaba para enfrentar a sus prójimos, como si se tratara del aspecto exterior del hombre, eso que se ve sin más a través de los buenos modales y la cortesía. Era en parte lo que entre nosotros resolvemos míseramente con el "ya sé, ya sé". El puro saber como adquisición de datos: un saber lúcido.
Sin embargo fincaban la importancia de la educación en otros aspectos. Era aquél según el cual el saber no provenía de afuera si no de adentro. Era el corazón. ¿Y en qué consistía? El corazón tenía para los aztecas un sentido especial. Era la semilla puesta por la divinidad en el centro del cuerpo, en medio de los cuatro miembros humanos, en cierto modo el quinto elemento integrador que centraba en sí la sabiduría. ¿Y qué era ésta? Pues el equilibrio no sólo del individuo sino también del universo.
Ese mismo corazón era asociado al corazón físico y era ofrendado a la divinidad, por intermedio del sacrificio sangriento. El corazón era el lugar donde se junta­ban los opuestos, donde se daba la luz y las tinieblas, pero también era el esquema del universo que ellos con­cebían, el animal-mundo con sus cuatro miembros y la ciudad ombligo. Hombre y mundo debían estar concebidos de la misma manera si no había educación.
El discípulo cuyo corazón estaba formado sabía de las cosas del cielo y de la tierra, lo verdadero y lo falso, y cómo uno se convertía en otro. Sabía en suma el margen de tinieblas que rodea el saber lúcido. Sabiduría era entonces un saber lúcido y un saber tenebroso. Como si se abarcara toda la montaña: su parte iluminada y su parte oscura.
¿Y en qué consiste ver sabiamente las cosas? Pues en adosar las tinieblas a la luz. Si dos más dos son cuatro para las matemáticas, el sabio le agrega la sospecha tenebrosa de que para la vida eso podría no ser así. Si cuando decimos hombre creemos estar diciendo todo, el saber tenebroso supone que detrás de cada cosa está su negación, detrás de hombre el no-hombre. La simple negación.
Pensemos qué significa no-hombre. Supone desde ya otra cosa: piedra, planta, dios, gato, mesa y muchas cosas más. Y juntar el hombre con el no-hombre, según el saber tenebroso, significa echar lo que aquél es en lo que no es. Y está bien. Porque sólo convirtiendo el hombre en un gato nos daremos cuenta cómo extrañamos todo lo referente al hombre. Y lo mismo pasaría si lo convirtiéramos en planta o en piedra o en armario. Negar al hombre es afirmar todo lo que el hombre, es. Y es más. Si cuando decimos hombre pensamos sólo en blanco, con el no-hombre pensamos también en negro.
¿Y qué pasa en todo esto? Pues que de esta manera, descubrimos la semilla o el corazón del concepto de hom­bre. En cierta medida volvemos a crearlo, porque aprendemos todo lo que el hombre podría ser, lo blanco y lo negro del hombre. Por eso conviene no dejar de lado el saber tenebroso. ¿Entonces deberíamos imitar a los az­tecas y no ser tan excesivamente lúcidos?
Pero es que somos lúcidos en la cátedra pero tenebro­sos en la calle, subversivamente tenebrosos. Nosotros nunca diríamos como el porteño "ya sé", o "cómo sabe" o "ya agarré", pero lo pensamos. Porque ¿qué significan realmente estas expresiones? ¿No esconden en realidad cierta burla ante el saber lúcido? ¿Y más aun, no se trata en el fondo de afirmar un saber tenebroso? Y si fuera así ¿nos sentimos culpables de querer saber —como los aztecas— el corazón de las cosas y no su rostro, pero nos asustamos?
Quizá no sea para tanto. Pensemos sólo que vivir significa tener el germen de las cosas en la mano. No hace­mos nada con sólo conocer su aspecto o su rostro, el mero dato vacío o los hechos. Si supiéramos que nuestra ciudad es realmente de cemento y asfalto o que detrás de las fechas nada hay, nos moriríamos en seguida. Sólo vivimos porque suponemos, un poco tenebro­samente, que detrás del cemento y el asfalto y de la his­toria misma hay un animal-mundo que vive a la par nuestra, tal como pensaban los aztecas. Si no estaríamos muy solos.
El misterio de la sabiduría está en saber que el hombre es lúcido y tenebroso a la vez, aunque nos disguste. Y esto ya no se "agarra" como dice irónicamente el porteño, se sabe sin más. Pero mientras no comprendamos esto seguiremos enseñando o haciendo cosas en el pla­no mezquino del "ya sé", ese que consiste en defendernos humildemente ante un saber de piedra, sin corazón y de puro rostro. Pero no olvidemos que los aztecas y nuestro porteño son más sinceros. Realmente, el día que enseñemos a los alumnos un saber lúcido, que sea a la vez tenebroso, habremos ganado el cielo.

El texto y la imágenes han sido digitalizados por el blog Didáctica de esta Patria.