jueves, 28 de febrero de 2013

Megafón o la guerra y la metáfora de la Patria como vívora

Como todos los escritos de Marechal en cualquiera de sus géneros, el siguiente extracto que compartimos con ustedes abunda en símbolos y conceptos. La metáfora de la Patria como víbora es uno de ellos. En esta oportunidad, ilustramos con pinturas del maestro uruguayo Pedro Figari. No porque Marechal necesite ilustración (él pinta con las palabras) sino en un intento de asociar lo aparentemente disociado, de integrar lo artificialmente desintegrado. ¡Qué lo disfruten compatriotas!


El orden cronológico de las Dos Batallas, que voy siguiendo estrictamente ha obligado a incluir en esta segunda rapsodia los eventos que presencié yo mismo en la asamblea extraordinaria del club "Provincias Unidas" ubicado en Flores. Ocurrió al día siguiente de nuestro viaje sentimental por Saavedra, del que Megafón había vuelto con las manos vacías y yo roñoso de cadáveres poéticos.
El mismo Autodidacta detrás de sus fines, había pedido la convocación de aquel mitin o asamblea en su carácter de fundador y presidente honorario del club. Y le fue concedida en atención a tres circunstancias favorables: el día requerido era un sábado, el conjunto folklórico musical de la institu­ción estaba sin compromisos; y la vieja Zoila, genio telúrico de las em­panadas, tendría su franco semanal en el lavadero mecánico donde se ganaba el pucherete.
Pedro Figari, "Criollos", Óleo sobre cartón 35 x 50

La fundación del club, en el año 1948, había tenido como fin el agrupamiento de los hombres y mujeres provincianos que se trasladaban a Buenos Aires atraídos por su desarrollo industrial. Como "notable" del barrio, Megafón había intervenido en el delineamiento de los estatutos que otorgaban al club, prima facie, la naturaleza de una mutualidad de socorros. Pero al Autodidacto, que ya tenía sus bemoles, es­peraba otros frutos de la nueva institución: era evidente que los "cabecitas negras", en sus migraciones a la ciudad estaban desertando los verdores de la égloga por el gris abstracto de las máquinas fabriles; y corrían el riesgo de perder algunos valores que Megafón consideraba inalienables en el ser nacional, según una "economía patriótica" de su inte­lección que aplicaría él a sus batallas en los términos más rigurosos. Justo es decir que el club "Provincias Unidas", fiel a tales inquietudes, logro abundantemente la preservación de aquellas frescuras autóctonas, hasta el punto de que algunas noches el zapateo de los malambos y el voce­río de las chacareras dio a los habitantes de Flores la sensación muy viva de que se hallaban en un carnaval de Jujuy o en una "trinchera" de Santiago del Estero. El club se había instalado en un antiguo caserón de Flores con sus dos patios de baldosas y su huerta en el fondo. Las actividades públicas tenían su escena en el primer patio, donde un gran toldo verde aseguraba el curso regular de las asambleas o de los bailes contra los rigores del tiempo. Más íntimo, el segundo patio, al que daban la cocina y el "museo" del club, se adornaba con un horno rústico y una gran parrilla destinados a las bucólicas regionales: el "museo" atesoraba lazos y boleadoras, mates y estribos, ponchos y alfarerías donados por entusiastas contribuyentes. En cuanto a la huerta del fondo, se componía de algunos durazneros e higueras a cuyo amparo, en ciertos festivales nocturnos, parejas encendidas concretaron idilios cuya raíz folklórica se nutría en la quebrada de Humahuaca. Sin embargo, aquellas euforias tuvieron un menguante en 1955, no bien la contrarrevolución llamada "libertadora" embarcó a los cabecitas negras en otros cuidados. Y fue por aquel entonces y en aquel ambiente social cuando Megafón expuso en asamblea su descubrimiento de una Patria en forma de víbora.

Pedro Figari "Baile criollo en la meseta" Óleo sobre cartón 50 x 70

El primer patio, aquella tarde, lucía el tenor ambiguo de las reuniones entre familiares y de gala. Rostros del norte, del sur, del este y del este abandonaban ya sus atonías de color ausencia bajo el influjo del vino y las empanadas que Megafón había hecho circular en una primera ronda estimulante. Sobre una tarima dos músicos tostados ensayaban armonizar una quena y un arpa guaraní, según el ritmo del malambo que cierto bailarín escobillaba con sus pies de lanzadera. Frente a los músicos y al bailarín, tres forasteros jóvenes, al parecer estudiantes, observaban la escena con el aire mierdoso del intelecto que difundía entonces la Universidad. Al advertir que Megafón platicaba en secreto con los vocales del club, pasé al segundo patio y a la cocina, donde la vieja Zoila con párpados lagrimeantes de humo, freía empanadas en una olla de brujas.
Abuelita —le dije—, hay aquí un olor de sebo que voltea. —De grasa, hijo, y no de sebo —me corrigió la vieja, cuyas narices venteaban con delicia las frutas de su olla—. Peor es el tufo a mugre del lavadero.
Estudié las arquitecturas de empanadas que Zoila iba levantando en fuentes de latón. Y canté para regalo de sus oídos, en una reminiscen­cia pampeana:
De las aves que vuelan,
me gusta el chancho;
de las flores del campo,
las empanadas.

Pedro Figari "El gato", Óleo sobre cartón, 62 x 82

Un golpe de hilaridad sacudió las movibles gorduras de la vieja, un reír matinal que yo había oído antes en el sur dulce o amargo y que só­lo brota del pobre como una sublimación de su tristeza. La dejé así, bien enredada en el matorral de su risa, y salí a la huerta del fondo para mirar los durazneros que otra vez articulaban su antiguo idioma de primavera. Enseguida, volviendo al segundo patio, descubrí a dos personas de asombrosa catadura que metían sus narices en el horno riojano, se deslizaban en el museo del club, olían lazos y boleadoras o sopesaban el metal de los estribos, con el aire injurioso de dos prestamistas que realizaran un inventario antes de negociar. Aunque uno de los personajes era calvo y el otro melenudo, se integraban mutuamente por sus edades indefinibles, por sus ropas idénticas y por un cinismo natural que no ca­recía de gracia. "Parecen —observé— dos mellizos engendrados en la propia matriz de la desvergüenza." No bien concluyeron su examen, el hombre melenudo se dirigió al calvo y le dijo:
Padre, ¿no será el folklore un batracio anacrónico de color acei­tuna?
Hijo mío —le respondió el calvo—, desconfía de los hombres que usan guitarras con fines demagógicos. La guitarra patea si le tocan la ve­rija sensible.
No he de olvidarlo, padre —asintió el melenudo en tono reve­rente.
Sin decir más, uno y otro se dirigieron al primer patio. Y hube de seguirlos, no sin preguntarme qué harían en el club y en aquella tarde señalada esos dos feos hijos de la incoherencia. En el primer patio, su­bido a la tarima de los músicos, ya estaba Megafón ante una cuarentena de hombres y mujeres terrosos allí reunidos como por una fatalidad que no discernían ellos en su frescura: la empanada y el vino de una segun­da vuelta general habían dejado chispas en sus ojos y grasitudes en sus dedos. Me ubiqué junto a Megafón, y vi que a su frente y derecha los tres estudiantes aguardaban ya con entrecejos críticos, y que a su izquierda y frente hacían lo propio los dos fantoches que yo había sorprendido en el museo del club.
Oiga —le susurré a Megafón—, ¿quiénes podrían ser esos dos mamarrachos?
El dúo Barrantes y Barroso —me respondió el Oscuro.
¿Qué hacen en la asamblea?
Son dos "agentes de provocación".
¿Quién los manda?
Los traje yo mismo.
¡Tenga cuidado! —le advertí—. No hay en ellos una sola mo­lécula de cordura.
¿Y quién les pedirá cordura? —rezongó el Autodidacto.
Se oyó al fondo una voz de tonada santiagueña:
Si alguien tiene que hablar —dijo—, ¡que hable! Y si no, ¡qué vengan los músicos! Tenemos frías las tabas.
Murmullos y risas festejaron esa conminación a la oratoria o al bailongo. Y Megafón, al advertirlo, alzó una diestra imperativa en reclamo de silencio.


Pedro Figari "El escondido" Óleo sobre cartón 76 x 107

Amigos —empezó a decir—, o más bien compatriotas.
¡El Jefe nos llamaba "compañeros"! —rezongó a la derecha una tonada correntina.
Si los llamé "compatriotas"—adujo Megafón— es porque la idea de Patria será el fundamento de mi tesis. Les enseñaron que la patria era sólo una geografía en abstracción, o algo así como un escenario de la na­da. ¿Y qué otra cosa podría ser un escenario teatral si no tiene comedia ni actores que la representen? La verdad pura es que nos movemos en un escenario, que ustedes y yo somos los actores y que la comedia repre­sentada es el destino de nuestra nación. ¡Compatriotas, yo les hablaré de un animal viviente, de una patria en forma de víbora!
El dúo Barrantes y Barroso cambió una mirada turbia entre su as­pecto calvo y su aspecto melenudo.
Padre —le dijo Barroso a su otra mitad—, ¿la patria de San Martín no merecería tener una bestia más decorosa que la representara?
-— ¿Cuál, hijo mío? —inquirió Barrantes.
-—Un bruto de mayor alzada, por ejemplo el unicornio.
Ahí está el riesgo de acudir a las metáforas zoológicas —lo alec­cionó Barrantes—. Hijo, deberás abstenerte de la fauna: muerde o no se­gún el viento que sopla en la llanura.
Sí, papá —dijo Barroso en su acatamiento.
Tras haber escuchado al dúo con la benignidad que sólo se mama con las ubres de la experiencia, el Oscuro de Flores explicó:
Si acudí a la víbora fue por tres razones convincentes. Primera: la víbora es un animal del "suceder", como lo demuestra la del Paraíso; y la patria o es una serpiente del suceder o es una mula siestera.
¡Por ahí cantaba Garay! —aprobó la voz anónima de alguien que sin duda entendía.
Mi segunda razón —prosiguió el Autodidacto—se basa en el hecho de que la víbora tiene un habitat muy extendido en nuestro territorio, desde la yarará de Corrientes hasta la cascabel de Santiago y la anaconda de Misiones.
¡Faltan las de coral y de la cruz! —lloriqueó al fondo una tonada quichua.
Sin embargo —añadió el Oscuro—, mi tercera razón es la que importa. La víbora cambia de peladura: ¡se lo exige la ley biológica de su crecimiento!
Estudió a los asambleístas, para ver si columbraban ya el hilo de su tesis. Pero halló las caras vacías como papeles en blanco.
Tata —se lamentó Barroso—, el orador nos ha demostrado sa­biamente que somos un país de víboras. Lo que no entiendo bien es el intríngulis de la peladura.
Cachorro —le dijo Barrantes—, la víbora y la papa son dos tu­bérculos muy duros de pelar. ¡Júntate con los buenos!
Así lo haré, padre.
 Como asistente imparcial, entendí yo que al Oscuro se le iba la ma­no en el simbolismo. Y el dúo, que actuaba como un radar, me lo con­firmó de inmediato.
¡Padre —sollozó un Barroso confundido—, si la última empa­nada que comí no ha enturbiado mi razón, entiendo que la Cosmética es un arte sin dignidad! Ya intentó inscribir a Matusalén en un jardín de infantes.
¡Que lo diga tu mujer! —asintió el calvo paternalmente.
¡Y la tuya! —le agradeció Barroso.
En este punto un conato de motín se insinuaba en la asamblea:
¡No entendemos un pito!
¡Si tiene algo que decir, que lo diga sin vueltas!
¡El jefe nos hablaba derecho!
Y aquí uno de los estudiantes, en cuyo rostro se pintaba el amari­llo inquieto de la sociología, se dirigió al Autodidacto y le dijo:
Señor, no estamos en este mitin para escuchar un galimatías de serpientes ni los chistes de un bufón calvo y un bufón melenudo. ¡Señor las papas queman en la República!
Se oyeron aplausos. Y el rostro del estudiante, al recibir aquel imprevisto calor de las masas, trocó su amarillez intelectual por cierto rojo de combate. Pero Megafón sonreía, héroe curtido en cien mesas re­dondas.
En primer lugar —aclaró—, el estudiante confunde un símbolo con un galimatías. En segundo lugar, el dúo Barrantes y Barroso, aquí presente, no está integrado por dos bufones, sino por dos almas cuya universalidad ha devuelto al caos feliz de las ideas. En tercer lugar, las papas queman en la República: si bien lo miran, las papas no existen aquí de ningún modo, ya que los infames acaparadores las han sustraído de la canasta familiar.
El de Megafón era sin duda un golpe bajo. Y la canasta familiar, aunque traída de los pelos, volcó a su favor el talante de la asamblea:
¡Muy bien dicho!
¡Ahí te quería, escopeta!
¡Igual nos hablaba el Jefe!
La pasión se traducía en un tumulto de voces elogiosas y un erguir­se de cabezas exaltadas; en el sector izquierdo se insinuó la primera estrofa de "Los Muchachos Peronistas". Quedaban al frente un estudiante desvalido y un Megafón con su victoria.
¡Padre mío —se quejó entonces Barroso—, la masa me asusta en su inconstante bailoteo!
Pichón —le dijo Barrantes—, una cosa es levantar la masa con levaduras y otra cortar los tallarines. ¡Huye de la política, muchacho!
¿Qué laya de insecto es la política?
La política es como el libro teórico de un cocinero literario: só­lo da recetas en perejil mayor.
¡Padre! ¿No estarás rayando en lo sublime? —admiró Barroso de­votamente.
Pero Megafón, que no se dormía en los laureles, insistió con sus fa­mosas peladuras:
Compañeros —dijo—, si el cascarón ya denunciado es la causa de todos nuestros males, ¿no habrá llegado la hora de ayudar a la ví­bora?


                          Pedro Figari "Rosas y QuirogaÒleo sobre cartón, 50 x 70

¿Y a qué? —le preguntó una morocha del norte.
A que largue su vieja piel.
Denle un buen palo en el lomo —aconsejó la tonada quichua—, y el animalito dejará en tierra su pelecho de ayer y se irá viboreando con las escamas nuevas que le relucen.
Al oír aquellas palabras, el Autodidacto sintió que lo invadía una frescura elemental.
El camarada santiagueño ha dado en la tecla —dijo—. Y si él te­nía su palo en Atamisqui, yo tendré aquí mis Dos Batallas.
¿Cómo dos batallas? —inquirió el estudiante recién humillado.
Una terrestre y otra celeste —le aclaró Megafón.
Y aquí Barroso no disimuló su escándalo:
¿Dos batallas para un fácil tratamiento de la piel? —rezongó en­tre dientes.
Hijito —sentenció Barrantes—, la riqueza de medios ha obnu­bilado siempre a la burguesía. ¡Oye, pichón!
Estoy oyendo.
Respetarás a los ancianos.
El estudiante vencido se reponía de su derrota:
¿Dónde se librarán esas batallas? —preguntó.
En Buenos Aires, naturalmente —le dijo el Oscuro.
¿Cómo "naturalmente"?
En Buenos Aires están, como agentes activos, los defensores de la vieja peladura. Y aquí les daremos batalla.
 
Pedro Figari "Asesinato de Quiroga" Óleo sobre cartón 50 x 70
Pero el segundo estudiante, que había permanecido mudo como el tercero, levantó aquí una voz indignada.
¡Otra vez la cabeza de Goliath! —protestó, y su acento cordobés puso en el aire una música nueva.
¿Se refiere usted a la metáfora cabezona de don Ezequiel? —le preguntó el Autodidacto.
¡A ella me refiero! —exclamó el estudiante segundo—. Esta ciu­dad es una cabeza monstruosa que se come a todo el país. ¡La cabeza de Goliath! ¿Y el cuerpo de Goliath qué pito está tocando?
Era evidente que la réplica del cordobés había hecho impacto en el club.
¡Gran Dios! —exclamó Barroso extasiado—. ¿No es un hijo de Córdoba el que habla?
Todo buen cordobés —elogió Barrantes— es hijo natural de la Elocuencia dejada encinta por el Derecho Romano. ¡Cachorro, descúbrete ante los tribunos!
Pero voces descontentas estallaron otra vez: — ¡No entendemo ni jota!
¿Quién es Goliath, un figurón de la oligarquía? — ¡Que se vaya Goliath, y que se lleve su cabeza de cornudo! — ¡Han asesinado al federalismo! —tronó el cordobés—. ¡Esta ciu­dad destruye!
Sereno ante la tempestad, Megafón levantó su mano como si en ella tuviese una batuta. Y dirigiéndose al de Córdoba, le dijo estas palabras en las que la sensatez y la melancolía se daban un abrazo:
Buenos Aires destruye, pero sabe reconstruir lo que ha destrui­do. ¡Hablan de los porteños! ¿Dónde hallar un porteño en Buenos Ai­res? Tal vez en alguna botica de arrabal, o en la letra de un tango muerto ya como las bocas antiguas que lo cantaban. Señor, haga usted un censo de Buenos Aires, y verá que los porteños estamos en minoría. — ¡No es verdad! —gritó el de Córdoba.

 Pedro Figari "Cabaret" Óleo sobre cartón, 70 x 100

Es y no es verdad —intervino aquí el tercer estudiante—. Lo que pasa es que al orador se le fue la mano en la estadística.
¿Y qué importan los hechos numerales? —dijo Megafón—. Lo esencial es que las provincias llegaron, llegan y llegarán a Buenos Aires como a su centro necesario.
¿Necesario? —rezongó el cordobés.
El Oscuro lo miró de frente. Y luego dijo en un tono iniciático de mala espina:
Don Ezequiel intentó abatir la cabeza de Goliath. Y no lo consi­guió, ¿saben por qué? Porque le faltaba la honda bíblica del muchacho David. Yo voy a defender el testuz del monstruo, sosteniendo esta ver­dad que puede o no ser agresiva: mal que nos pese, Buenos Aires es por ahora y no sé hasta cuándo el único centro de universalización que tie­ne la República.
¿Universalización de qué? —le preguntó el estudiante humillado.
De las esencias nacionales —afirmó el Oscuro—. En este centro, y desde aquí, la nación se viene mirando en unidad, se universaliza y t rasciende.
Ante doctrina tan abstracta, la asamblea entró en un silencio de no fácil pronóstico: fruncían el ceño los estudiantes; las caras morenas de los asambleístas no revelaban emoción alguna, como si las desdibujase una misma incomprensión o un mismo aburrimiento. Hasta que Barro­so, tras digerir la enseñanza, rompió el encanto general:
Padre —confesó—, ese tribuno me ha ganado a su causa. ¿Dón­de podré hallar un water closet?
Hijo —le contestó Barrantes aún ensimismado—, según la geo­política, un water doset normal debe hallarse en el fondo y a la derecha. ¿Para qué necesitas un water closet?
Voy a universalizar mis esencias —le confesó Barroso ya de pie.
¡Adiós, cachorro! —lo despidió Barrantes no sin tenderle una piadosa mano de bendición—. ¡Y cruza las calles por las esquinas!
El mutis de Barroso pareció desatar el nudo harto endeble que ve­nía reteniendo a los integrantes de la asamblea. Rostros indecisos ya se miraban entre sí o se volvían hacia el segundo patio como si aguarda­sen una señal; y algunos asistentes, en su audacia, se pusieron de pie co­mo en un desafío.
¡No se levanten! —les gritó el Autodidacto asistido ahora por el tesorero del club.
¡Por favor, siéntense! —rogó el tesorero a los que ya desertaban la platea.


Y quizás habrían logrado su objetivo si en aquel instante, sobre la tarima de los músicos, no se hubiera manifestado el ejecutante del arpa guaraní, el cual, al hacer correr sus dedos en el cordaje, produjo un es­calofrío de notas que recorrió las vértebras de los asistentes. Al arpa no tardó en unirse un violinista del norte que rascó briosamente las cuer­das en un chámame litoraleño. Varones y hembras, a ese conjuro, reco­gieron las sillas plegables y las amontonaron contra las paredes, a fin de allanar el campo a los bailarines que ya se juntaban en parejas. Desde el segundo patio, mujeres frutales irrumpieron de súbito con fuentes de empanadas y artillería de vinos. Y detrás, presentes y ausentes a la vez, descubrí entonces a Barrantes y a Barroso que mordían sus empanadas como dos huérfanos, y a la vieja Zoila que, con sus puños en las cade­ras, observaba y reía, madre vetusta de los festivales.

Pedro Figari, "Decoración (Preparando el candombe) Óleo sobre cartón 60 x 80


Pedro Figari, "Naranjas y Azahares", Óleo sobre cartón 100 x 70



Texto extraído de: Marechal, Leopoldo (2008) Megafón o la Guerra. Buenos Aires, Seix Barral
Imágenes de pinturas de Figari extraídas de: www.pedrofigari.com
Imagen de Leopoldo Marechal extraída de: esabierto.blogspot.com.ar